martes, 16 de diciembre de 2025

LA MAGIA DE LA NAVIDAD.


Valentina no podía contener tanta felicidad. En su mente, creaba miles de escenas llenas de alegría, y en todas ellas estaba presente la hermosa niña de rizos cobrizos.

Aunque aquella Navidad estaba rodeada de sus padres y hermanas, toda su atención estaba puesta en Analía, como la llamaba cuando la tenía entre sus brazos. Sin embargo, con el paso de los días, recibió la visita que más temía.

Dos trabajadores sociales, acompañados por un agente de policía, la interrogaron extensamente para comprobar que su versión coincidía con la de los médicos. Aunque el personal del hospital había sido testigo del cariño y respeto con el que trataba a la pequeña, le explicaron que no podían dejarla bajo su cuidado sin antes iniciar un proceso de adopción. Un proceso largo y complicado, más aún por su condición médica.

Fue entonces cuando Valentina se miró en el espejo y recordó que ya no usaba sombrero. Su calvicie era un claro reflejo de las secuelas de la quimioterapia.

—Estoy bien ahora. Puedo mostrarles mi informe médico —dijo con una voz débil.

—Sí, pero siempre existe una alta probabilidad de que la enfermedad regrese —comentó uno de los trabajadores, sin medir el impacto de sus palabras.

—Cuando encontró a la niña, le ofreció amor, cuidado y un hogar seguro —intervino otra trabajadora—. Eso juega a su favor, tanto para usted como para su esposo. La pequeña será enviada a un centro por el momento.

Le entregaron una tarjeta con una dirección y un número telefónico. Antes de poder asimilarlo, Analía fue llevada.

Valentina, decidida, llamó al orfanato y explicó que deseaba adoptar a la niña. La secretaria le dio una cita para el día siguiente. Alegó que el proceso allí era más ágil, pues solo atendían a menores entre cero y dos años.

Al amanecer, Valentina y su esposo Derek acudieron al centro con todos los documentos requeridos. Aunque fueron recibidos con cordialidad, Derek notó cierto escepticismo en las miradas del personal. Su esposa llevaba dos años luchando contra el cáncer de mama, y aquello, lo intuía, influía en su percepción.

Aun así, aceptaron todas las condiciones impuestas. Con los meses, les concedieron permisos de visita cada vez más amplios: primero en el centro, luego en el parque, después en su casa, siempre bajo la supervisión de un trabajador social.

Sin embargo, en noviembre, el director del centro canceló varias visitas sin previo aviso. Valentina acudió a la institución, pero no hizo falta entrar: desde su coche, vio a Analía durmiendo en brazos de otra familia.

Sufrió un colapso emocional. Sus esperanzas se desmoronaron. Había aprendido a convivir con el miedo, a cuidarse, a ilusionarse nuevamente, pero el mundo volvía a desmoronarse sin previo aviso.

Sentía que, como un año atrás, el glorioso sentimiento de la maternidad se le escapaba de las manos. Las visitas cesaron por completo y, aunque exigieron respuestas, no obtuvieron ninguna. Para entonces, Valentina ya sufría mareos y náuseas, pero guardaba silencio, temerosa de que el cáncer hubiera regresado. Derek, por su parte, se mostraba distante, extraño.

—¿En qué piensas, hija mía? —le preguntó su madre durante la cena.

—En nada, mamá —respondió con una sonrisa forzada—. Tal vez me vaya a Italia unas semanas el próximo año. Me gustaría cambiar de aires.

—Nada nos hace más felices que tenerte aquí, pero no tomes decisiones apresuradas. Tal vez a principios de año prefieras ir a una isla del Caribe, y así luego celebramos Navidad y Año Nuevo juntos, ¿sí?

La madre sabía que algo iba mal. Su hija volvía a sufrir.

—Ya veremos —respondió Valentina, sacando la bandeja de galletas del horno.

El día transcurrió con normalidad. Cena, tartas, chocolates, regalos. Valentina llevaba un suéter rojo navideño, vaqueros ajustados y sus sandalias favoritas. Mantuvo su cabello corto y se aplicó un poco de bálsamo labial. Se había preparado con esmero, pero Derek no apareció ni respondió a sus llamadas. Finalmente, por insistencia de su madre, dio inicio a la cena.

Todos reían, compartían anécdotas. Valentina revisaba su teléfono constantemente. La ansiedad crecía junto con los mareos. Quiso abrir los regalos para dar por finalizada la noche. Solo quería dormir, desaparecer bajo las sábanas.

Entonces, Derek entró por la puerta trasera, besó a su esposa y le entregó un delicado sobre envuelto con cinta dorada. Aunque tenía muchas preguntas, Valentina lo abrió delante de todos.

Sus ojos se llenaron de lágrimas al ver el documento: ella era oficialmente la madre adoptiva de Analía.

—Derek... —susurró, temblando.

Su esposo se apartó y dio paso a una pequeña de rizos rojos y ojos azules.

—¡Mamá! —gritó Analía, corriendo hacia ella con los brazos abiertos.

Valentina se arrodilló para abrazar a su rayo de sol. Lloraba de felicidad, una y otra vez decía: “Gracias a Dios”.

De pronto, sintió un mareo fuerte, casi perdió el conocimiento. Derek la sostuvo, la subió al coche y la llevó al hospital.

Tras media hora en la sala de espera, un médico se acercó a él.

—Señor Jones, realizamos algunos exámenes. Sus síntomas son normales para su condición. Felicidades: van a ser padres.

Valentina dormía plácidamente con Analía en brazos. Derek, con lágrimas en los ojos, murmuraba:

—Dios mío… gracias. Me diste el mejor regalo de Navidad: mis dos hijas.


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martes, 9 de diciembre de 2025

El Mejor Regalo


La Navidad se acercaba. Para la mayoría, era una época de amor, sorpresas y momentos en familia. Pero para Jim, solo significaba una cosa: regalos.

Desde que tenía memoria, Jim esperaba con ansias esa noche mágica en la que Santa Claus le traía absolutamente todo lo que pedía. En su mundo, Navidad era sinónimo de recibir. “¡Todo lo que quieras puede ser tuyo esa noche!” decía con orgullo.

El único que no parecía disfrutarla tanto era Tim, su vecino. Tim vivía con lo justo, y aunque Jim lo invitaba siempre a sus fiestas, lo hacía solo para presumirle montañas de regalos, pasteles y juguetes. Tim asistía en silencio, viendo cómo el rostro de Jim se iluminaba y el suyo se apagaba poco a poco.

Pero esa Navidad sería diferente. Tim tenía un plan: esperar despierto a Santa Claus. Necesitaba respuestas.
Cada año, Jim recibía una lluvia de regalos. Él, en cambio, apenas una o dos cositas modestas. ¿Por qué? ¿Por qué alguien tan egoísta como Jim era recompensado, mientras él, que intentaba portarse bien, recibía tan poco?
“¿Será que Santa también es un clasista más, como todos los demás?”, pensó con rabia.
La Navidad se supone que es una época de amor, de justicia, ¿no?

Tim veía a sus padres trabajar sin descanso para poner comida en la mesa, mientras los padres de Jim vivían viajando por el mundo, mandándole regalos caros desde los lugares más lejanos. Él se entretenía construyendo juguetes con ramas y piedras. Jim, con drones, consolas y bicicletas nuevas.

Esa noche, la mamá de Tim había hecho un esfuerzo enorme: gastó todos sus ahorros para cocinar un buen caldo de pollo. Era su manera de celebrar.
Jim, por su parte, se paseaba por el vecindario contando que sus sirvientes le prepararían un pavo entero solo para él.

Desde la mirada de un niño que siempre ha vivido en la escasez, aquello no era justo. ¿Acaso él era el envidioso? ¿Sería por eso que Santa no lo quería? ¿Tal vez sí era un niño malo, como tanto temía?

El pensamiento le dolió. No quería ser como Jim. Quería ser diferente. Quería ser bueno.
Tim se echó a llorar, abrumado por la tristeza. Pero al secarse las lágrimas, recordó su plan. Solo Santa podía decirle la verdad.

La noche cayó, y Tim logró mantenerse despierto. En la madrugada, oyó ruidos en la sala. Se levantó corriendo y lo vio: Santa Claus, dejando un pequeño camioncito de madera.

—¿Por qué siempre me dejas esto? —preguntó con la voz quebrada—. ¿Por qué a Jim le das todo y a mí casi nada?

Santa lo miró con sorpresa.

—No entiendo a qué te refieres.

—¡Mira este regalo! ¡Seguro a Jim le vas a dar cosas mil veces mejores!

Santa abrió su saco, y Tim alcanzó a ver juguetes enormes, brillantes, carísimos.

—¿Lo ves? ¡No es justo! ¡Solo quieres a los niños ricos!

Santa asintió, en silencio.

—Ahora entiendo por qué lo piensas. Sí, a veces les dejo juguetes caros a los niños como Jim... pero eso no significa que ellos reciban lo mejor.

—¿Entonces por qué lo haces?

—Porque los niños buenos como tú, Tim, ya tienen algo que vale mucho más. Algo que Jim desearía con todo su corazón, pero no puede tener.

—No entiendo… él tiene todo.

—No. Él tiene cosas. Tú tienes algo que no se compra: el amor de tu familia. Tus padres darían lo que fuera por ti. Ese es mi regalo para ti, cada Navidad. En cambio, Jim pasa estas fechas con sirvientes. Sus padres casi nunca están. No puedo cambiar eso, así que lo único que puedo hacer es llenar su casa de juguetes, para que al menos no esté tan solo.

Tim se quedó en silencio. Por primera vez, entendió que los regalos más valiosos no siempre vienen envueltos en papel de colores.

Santa sonrió y le acarició la cabeza.

—Tú ya tienes lo mejor, Tim. No dejes que eso se te olvide.

Y con un guiño, desapareció por la chimenea.


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miércoles, 10 de septiembre de 2025

La Pequeña Caja de Zapatos.(Relatos Morales II)

  


     Ya basta, decidió Julie. Era mayor, estaba de mal humor y ese día, más irritable de lo habitual. Estaba harta de que todo el mundo le dijera qué hacer y qué no hacer, qué comer, cuándo ir a la cama… ¡Lo siguiente sería que le indicaran cuándo y dónde tirarse un pedo! Después de ochenta años en esta tierra, estaba segura de que sabía moverse por sí misma.

        Julie tomó su cárdigan favorito, que había dejado sobre su sillón reclinable preferido, y se lo puso sobre un vestido ligero de verano. Por si acaso refrescaba hacia las cinco. No pensaba estar fuera tanto tiempo, ya que debía volver para prepararse la cena, pero mejor prevenir. No quería tener a todos enloquecidos solo porque había salido a dar un pequeño paseo… ¡sola! Julie sonrió para sí misma al pensar en eso: sola, sin que nadie la vigilara.

        Salió a la terraza, cerró la puerta y miró a ambos lados de la calle, asegurándose de reconocer el camino de regreso. Linda y Tom la habían metido en esa pequeña “caja de zapatos” apenas tres meses atrás. Realmente sabían cómo hacerla enfadar.

    —Mamá, es absolutamente necesario ahora que papá se ha ido —le había dicho Linda—. Sabemos cuánto amabas tu casa en el campo, pero no podíamos permitirte seguir viviendo allí sola, a tres horas en coche y con el vecino más cercano a un kilómetro por un camino rural.

    —No estaba sola allí, Linda. Era hermoso. Tan pacífico… sin ruido de tráfico. Árboles por todas partes y pájaros visitando los comederos que tu padre construyó. Era un paraíso. Íbamos juntos a dar largos paseos por ese camino antes de que mi artrosis empeorara y… bueno, ya sabes lo del cáncer de tu padre.

    —Sí, lo sé, mamá, pero ahora que papá ya no está, seguir viviendo allí era imposible. Además, esa casa era enorme… demasiado grande para una abuela.

        Las discusiones sobre mudarse cerca de la familia fueron interminables y, al final, la familia ganó. Julie aceptó a regañadientes que sus argumentos tenían sentido, pero aún se reía al recordar cómo había conseguido llevar su enorme juego de sala de cuatro piezas a la “caja de zapatos”. El mueble ocupaba pared a pared el pequeño salón comedor, y a ella le encantaba así, ¡gracias!

Y ahora iba a dar un pequeño paseo por el barrio. Independencia. Libertad.


        Casi como si lo viera por primera vez, Julie notó lo idénticas que eran todas las casas: pequeñas cajas con minúsculos patios delanteros, escalones de hormigón y porches diminutos. Todas iguales a la suya.

Nada como mi encantadora casa de campo en Minnesing, con su techo a dos aguas, su enorme ventanal, la piedra y el ladrillo en la fachada… pensó mientras giraba a la izquierda en la esquina. ¿Era esta la esquina correcta? ¿La misma por la que Linda tomaba la carretera principal? Sí, estoy segura. Aunque tenga cataratas todavía distingo el semáforo allá al fondo. ¡Mira, Linda, puedo salir a caminar sola y sé dónde estoy!

        Julie siguió hacia las luces, pero se distrajo al ver un dulce cachorro masticando algo en un jardín cercano. Le encantaban los perros y últimamente había pensado en adoptar uno para hacerle compañía. Linda incluso la había animado:

    —Mamá, un cachorro es justo lo que necesitas para disfrutar más tu nuevo hogar. Son una gran compañía.

    —Sí, pero nunca he tenido uno. A Colin le gustaban, pero siempre decía que olían mal y no quería eso. Si ya olían en una casa grande, imagínate en esta pequeña caja de zapatos. Además, no sabría cuidarlo.

    —Vas a aprender, mamá, y nosotros te ayudaremos. Imagínate qué bonito será sacarlo a pasear todos los días. Buen ejercicio también.

Recordando aquella charla, Julie se acercó al cachorro con intención de acariciarlo, pero el animalito soltó un pequeño gruñido.

    —Lo siento, querida —dijo una mujer sentada en los escalones de la entrada—. Últimamente está un poco tímido. No es agresivo, pero necesita su tiempo para conocer a la gente antes de dejarse acariciar.

    —No pasa nada —respondió Julie—. Soy nueva en el barrio y solo estaba dando un paseo, viendo el vecindario.

    —Bueno, no te perderás, ¿verdad?

    —Oh, no. Mi hija Linda me recoge a menudo y me lleva a su casa, justo al otro lado del semáforo. Sé cómo volver.

    —Eso está bien. ¡Disfruta tu paseo entonces!

Qué mujer tan agradable, pensó Julie mientras retomaba el camino. Tal vez pueda llegar a gustarme este lugar. Mis vecinos también son muy amables.

Pero, ¿dónde estaban esos semáforos?

        Entrecerró los ojos y miró alrededor. No veía las luces. Se dio la vuelta, pero tampoco distinguía el cruce. ¿Giré sin darme cuenta al ver al cachorro? Pensé que seguía en la misma calle.

        Confundida, Julie desanduvo el camino. No vio al cachorro ni a la mujer; probablemente habían entrado ya. Al ver una bifurcación a la izquierda, decidió: Esto debería llevarme a casa. Salí girando a la izquierda, así que con tres giros a la izquierda llegaré de nuevo.

        Se felicitó mentalmente y dobló en la esquina siguiente. Estas casas se ven igual que la mía. Debo de estar cerca.

        Hogar. Se sorprendió al pensar así. Acabo de llamar “hogar” a mi caja de zapatos. Recordó cómo había acomodado sus muebles y el aspecto bonito de su nuevo dormitorio. Y ese pequeño patio trasero, perfecto para flores y tomates. A Julie siempre le había gustado la jardinería; eso era algo que podía seguir disfrutando.

        Pero al llegar a otra esquina sintió un nudo en el estómago: había una obra enorme en construcción. Aquí no es… La luz se estaba apagando y le costaba leer el nombre de la calle.

    —Oh, vaya… ¿estoy perdida? ¿Cómo pasó esto? —murmuró—. ¡Estaba segura de que iba bien!

El pánico la invadió mientras la brisa de la tarde le hacía sentir frío. ¿Qué hora es? ¿En qué dirección debo ir ahora?

    —¡Mamá! ¡Mamá! ¡Gracias a Dios que te encontramos! —la voz de Linda rompió su angustia—. Hemos estado dando vueltas por todo el barrio buscándote. ¿Cómo llegaste aquí? Vamos, sube al coche.

Linda la ayudó a entrar. En pocos minutos estaban frente a la casa de Julie. La anciana seguía intentando comprender dónde se había equivocado, molesta consigo misma por haber preocupado a su hija.

    —¿Cómo me encontraste, Linda? Ni siquiera te dije que iba a salir. Lo siento.

    —No te preocupes, mamá. Solo acéptalo: necesitarás tiempo para conocer bien el vecindario. Prométeme que no volverás a salir sola sin avisar. Intenté llamarte varias veces y me preocupé muchísimo.

    —Lo siento —repitió Julie—. Me siento como una vieja tonta. Solo quería demostrarme a mí misma, y a ti, que aún puedo ser independiente.

    —Y lo eres, mamá. Solo mantennos informados. Ahora, ¿tienes hambre? ¿Qué tal si pedimos tu cena favorita para que no tengas que cocinar?

    —¿Pollo frito de Kentucky? ¡Me encanta el pollo frito de Kentucky! —dijo Julie, animándose.

    —Tu deseo es una orden. ¿Quieres también una copa de tu vino favorito mientras esperamos?

Julie la abrazó con fuerza. Se sentía bien tener a alguien que la quisiera y cuidara de ella. Sí, aún podía ser independiente sin estar sola.

Bebió un sorbo de vino, que aquella noche le supo incluso mejor que de costumbre. Cuando Linda terminó la llamada del pedido, Julie sonrió:

    —¿Sabes qué, Linda? He estado pensando en lo del cachorro y… creo que me animaré. ¿Cuándo vamos a buscar uno?

    —¿Qué tal mañana, mamá?

    —¡Perfecto! —respondió Julie—. Con mi familia cerca y un cachorro en mi regazo, ¡mi pequeña caja de zapatos será absolutamente perfecta!



sábado, 16 de agosto de 2025

Yo y Mis Personajes: La Maleta y la Lluvia

 


Un tren rápido avanzaba por el paisaje lluvioso. Dentro, en un vagón de tercera clase, viajaba un estudiante. Venía de Suiza, donde había pasado unos días caros y grises. Se permitía un leve sentimiento de aburrimiento mientras intentaba relajarse. En el compartimento, había un hombre mayor y una dama de unos sesenta años. El estudiante la observó de manera indiferente durante un rato, luego se levantó y caminó por el pasillo. Desde la ventana de los compartimentos, vio a una chica de su universidad, de la que estaba enamorado en secreto. Cuando la vio, no le pareció extraño; era, simplemente, lo más natural del mundo. Con una sensación de haber hecho lo correcto, regresó a su asiento.

Cuando el tren llegó a la ciudad universitaria alrededor de las 9:30 de la noche, el estudiante bajó sin preocuparse por los alrededores. Poco después, la vio de nuevo: ella arrastraba una maleta negra frente a él. Ya no le parecía algo sorprendente, solo una coincidencia más. El recuerdo de los días lluviosos en Suiza se desvaneció.

En la estación, no hizo el esfuerzo de acercarse a ella, como podría haberlo hecho si no fuera tan típico de él. Después de todo, estaba "enamorado", se dijo. No era tan complicado. Y estaba claro que, con la maleta, ella esperaría el tranvía frente a la estación. Y ahí estaba, como había previsto, junto a un par de otros viajeros. Llovía ligeramente. El tranvía llegó, pero no era el que él esperaba. Sin embargo, nada era peor que esperar bajo la lluvia. Ella subió por la puerta delantera, y el conductor se encargó de acomodar su maleta. La figura oscura de la maleta destacaba en la plataforma, casi fantasmagóricamente. El tranvía comenzó a moverse, y el estudiante, con un suspiro, subió a la plataforma delantera.

El tranvía seguía su camino de regreso, y el estudiante caminó bajo la lluvia, empapado por completo, pero sin importarle. El odio se había desvanecido en algo aún más desconcertante: una indiferencia que no podía comprender del todo. La noche seguía su curso, y a cada paso, sentía cómo el eco de sus pensamientos se desvanecía en el viento y la lluvia.

La ciudad universitaria, con sus calles mojadas y brillantes bajo las farolas, parecía ahora tan lejana y ajena. Los pensamientos de la chica, su maleta, la puerta cerrándose tras ella, todo aquello se deslizaba como un mal sueño que no lograba despertar. El estudiante no entendía lo que había sentido ni por qué había seguido a esa mujer con tal furia. Algo dentro de él se había quebrado, no en una explosión de emociones, sino en una calma inquietante.

Cuando llegó a su apartamento, se cambió rápidamente, secó sus zapatos con un trapo y se sentó frente a la ventana, observando cómo la lluvia no cesaba. A través del cristal empañado, la ciudad parecía un lugar fantasmagórico, donde los tranvías pasaban como sombras y las calles reflejaban una luz gris, distante.

No pensó en la chica, ni en la maleta, ni en la puerta cerrándose. Todo eso ahora le parecía insignificante, como si hubiera ocurrido en otro tiempo, en un día que ya no existía.

Tomó su libreta y, sin pensarlo demasiado, comenzó a escribir:

"La lluvia golpea, el tranvía se aleja, una maleta se queda atrás, como un eco de algo que nunca pasó."

Dejó la pluma sobre la mesa, cerró el cuaderno, y se levantó. No tenía sentido seguir pensando en lo que había hecho, ni en lo que no había hecho. La noche aún tenía mucho por ofrecer, y él, como siempre, estaba dispuesto a aceptar lo que viniera, sin más preguntas.

Y, mientras miraba la ciudad desde su ventana, comprendió que, en algún rincón de su mente, la mujer de la maleta ya se había convertido en una historia que no necesitaba un final.

lunes, 4 de agosto de 2025

La Becaria.(Hombres, Mujeres, Monstruos, y Viceversa)


Burrito en mano. Eso ponía en letras rojas en la bolsa de plástico semitransparente. Efectivamente, no podía ser más literal, porque ahí estaba yo sujetando en la mano derecha una bolsa que contenía un burro de carne de res deshebrada. Me faltaban menos de cinco cuadras para llegar al hotel y mi impaciencia empezaba a aflorar. Contuve el aliento cuando un skater derrapó a escasos metros de mí. Esquivé cabizbaja la curiosidad de un matrimonio de la zona rosa, que no esperaba encontrarse a una extranjera pasando apresuradamente junto al portal de acceso a su apartamento. Miré con severidad a la adolescente rubia que casi me atropella con su patinete recién alquilado.


Nada más cerrar la puerta de la habitación 306, lancé alborotadamente mi mochila, la sudadera y las gafas de sol sobre la cama. Tras apoyar con mimo la tibia bolsa sobre la tapa del inodoro, adopté el rictus de un cirujano que se enfrenta a una jornada interminable en el quirófano. Dejé que el agua corriese mientras untaba abundantemente mis manos con la pastilla de jabón. Para poder iniciar mi ritual secreto, era necesario alcanzar previamente la asepsia. Me senté en la silla junto al escritorio de mármol y empujé hasta la esquina superior izquierda de la mesa la máquina de café, las bolsas de infusiones y las tazas de loza blanca. El plato sobre el que estas se apoyaban me sirvió a su vez de apoyadero del burrito de carne que la moza del restaurante había desmembrado en dos trozos perfectamente simétricos. Cuidadosamente colocados en el centro del escritorio de mi habitación, los pedazos de burro parecían ahora dos gruesos cables pelados, de los que brotaba un popurrí de colores y texturas.


Comencé a masticar una de las porciones de forma obsesivamente pausada. No me permitía dar un nuevo bocado hasta que no constataba que había vuelto a fracasar en el reto de individualizar cada uno de los sabores de mi manjar. Me frustraba y a la vez me excitaba reconocer que era incapaz de saber si el regusto picante que cosquilleaba en mi boca lo había causado el pico de gallo o el guacamole.


“No se olvide de ponerme un poquito de frijol negro cocido”, le había dicho tímidamente a la muchacha del restorán. Ahora disfrutaba de mi atrevimiento y clavaba los dientes en los granos de mazorca dulce levemente tostados, haciéndolos explotar junto a mi paladar. De vez en cuando, el silencio de mi ceremonia secreta era interrumpido por los crujidos cantarines del papel de aluminio, que caía rítmicamente sobre el platillo mientras yo continuaba desnudando a mi víctima. Paladeaba las hebras de carne, la lechuga crespa jugueteaba con mi lengua, ansiaba las explosiones de cilantro picado y en mi garganta vibraban los filamentos de queso. La luz de la habitación se fue tornando parduzca conforme yo me despedía del último pedazo de burrito. Protegida únicamente por una tortilla de trigo humedecida, mi delicia se desvanecía sobre la pieza de vajilla como una flor ya marchita. Luchando contra lo inevitable, pegué mis labios caníbales contra la superficie del plato y aspiré ayudándome con la lengua para rescatar unos pequeños pedazos de tomate. Pasé también la lengua por el filo del cuchillo, descendiendo lentamente en busca de granos de arroz adheridos a su superficie metálica.


Hacía por lo menos siete meses que no era tan feliz. Era la primera vez que en mi jefe me permitía viajar sola con el fin de visitar a un cliente extranjero. La diferencia horaria me había obligado a realizar el viaje transoceánico un día antes de la fecha marcada para la reunión inicial de trabajo. Disponía por tanto de unas horas libres, en las que podía volver a sentirme un ser humano, con el regocijo añadido de saber que le estaba escamoteando a mi empresa unas horas teóricamente productivas. Era maravilloso ser libre en una ciudad desconocida, percibir el trajín de la metrópoli fluyendo a cámara lenta ante mis ojos, gozar en la más absoluta de las soledades de un humilde burrito de res.


Esa sensación de plenitud era bien distinta a la fragilidad que me generaba recordar algunos retazos de mi anterior viaje de trabajo. Sentada en el borde de la cama, con la bolsa vacía del burrito tirada en el suelo, mi memoria y mi pulso comenzaron a acelerarse al rememorar aquel taxi amarillo que en su día nos llevó desde el aeropuerto a un hotel del centro de otra lejana ciudad. Era noche cerrada y a través de las ventanillas del coche solo se veían pequeñas luces que aparecían y se ocultaban a gran velocidad, como confetis lanzados contra las lunas del vehículo. En el asiento trasero, mi jefe y yo repasábamos todos los datos del dossier que nos había obligado a interrumpir las vacaciones de agosto y a empacar con extrema urgencia nuestras maletas. Yo era una jovenzuela recién llegada a la empresa, por lo cual mi presencia en ese taxi únicamente podía explicarse de una forma: ningún otro miembro del equipo estaba disponible (o, lo que era lo mismo, todos habían sido más hábiles que yo a la hora de esbozar una excusa absolutoria durante sus días de asueto). Aún así, yo fabulaba con que mi jefe ya había detectado mis altos niveles de capacidad de trabajo y compromiso, por lo que ese viaje de alguna forma podía interpretarse como el primer premio que la firma me otorgaba. En consonancia con ello, durante el vuelo había devorado incansablemente ese dossier que nos obligaba a cruzar el océano y en el taxi me regocijaba de poder responder certera y profesionalmente a todas las preguntas que él me planteaba. Su fin de semana familiar había sido complicado, me había confesado al encontrarnos en el mostrador de la compañía aérea, por lo que su constante somnolencia en el avión estaba bien justificada.


Cuando todas las aristas de nuestra compleja misión parecía que empezaban a estar bien cubiertas y el taxi continuaba traqueteando hacia su destino, su voz me preguntó: “¿Tú quieres tener hijos?” La cuestión resonó en la parte trasera del vehículo, quedándose encerrada como un pájaro desorientado dentro del cubículo de paredes de metacrilato que nos separaba del taxista. Yo respondí instintivamente: “Sí, claro”, con el mismo tono mecánico con el que le habría confirmado que ya había revisado las últimas cuentas anuales de nuestro cliente o cerrado una cita con la secretaria del director general. En ese momento, el fogonazo de las luces delanteras de otro coche iluminó sus ojos. Su expresión me recordó a la de un zorro acorralado en una cacería.


Los siguientes días transcurrieron bajo la aparente normalidad de las jornadas laborales de dieciséis horas. Ni el calor sofocante consiguió frenar el alud de reuniones, cafés, presentaciones, comidas, conferencias telefónicas, emails y cenas de trabajo. Mi jefe parecía haber congeniado bien con nuestro cliente. Con su traje, sus gemelos y sus coloridas corbatas se mimetizaba perfectamente con el equipo extranjero y poco a poco conseguía arrancar de ellos algunas ventajosas concesiones. Mientras tanto, yo tomaba notas y observaba a mi alrededor. La empresa multinacional a la que nos habíamos desplazado parecía una cápsula espacial en la que todo estaba perfectamente programado. Profesionales bellos y distantes circulaban ordenadamente por sus correspondientes órbitas, evitando colisiones explícitas, pero ansiando que se produjese algún choque cósmico que les recolocase en un tablero de juego más favorable. Muy de cuando en cuando, el sonido del carrito de la limpieza o el suspiro furtivo de una empleada que arrastraba su esterilla hacia la clase de yoga me hacían preguntarme qué estaría sucediendo en el mundo exterior. Regularmente llamaba a mis padres, quienes como siempre se mostraban muy orgullosos de la prometedora carrera profesional de su hija. En ocasiones, mi jefe también se ausentaba brevemente de alguna reunión, alegando que quería llamar a sus hijos antes de que estos se fuesen a dormir.


Una mañana estaba en mi habitación, terminando de arreglarme para bajar al desayuno bufet del hotel. Eran las seis y media y teníamos por delante otra jornada de trabajo maratoniana. Cuando ya había cogido el maletín con el portátil, comencé a oír un ruido creciente en distintos puntos del dormitorio. Era la lluvia, golpeando tozudamente los cristales de las ventanas. En pocos minutos el cielo se electrificó y un tremendo aguacero cayó sobre la ciudad. Con la mejilla pegada al vidrio, me entretuve viendo cómo las alcantarillas más cercanas escupían agua y las ruedas de los coches se hundían en piscinas urbanas recién fabricadas. Mientras pensaba que no íbamos a conseguir un taxi en medio de semejante caos, en mi móvil sonó un WhatsApp. El teléfono corporativo de mi jefe me espetó: “Ven a ver la lluvia desde mi habitación”.


El aparato se me cayó de las manos, rebotó en la moqueta del hotel y aterrizó debajo de la cama. Cuando estaba de rodillas buscándolo, vi mi cara desencajada en el espejo del armario. El temporal exterior no era nada comparado con mi zozobra. Revisé obsesivamente que el mensaje procedía de él, las sienes estuvieron a punto de estallarme mientras decidía si debía contestarle o no, y cada segundo de silencio sepulcral en la habitación se me incrustaba en los pulmones impidiéndome respirar. En pleno arrebato, levanté la colcha de la cama y me metí debajo, incapaz de controlar mi llanto histérico.


El recepcionista que me llamó al teléfono del cuarto me indicó que mi jefe estaba esperándome en la recepción. Bajé con la cara inflamada y los pantalones arrugados y me monté en un coche de alquiler de cristales tintados. Mi jefe, sentado en el asiento del conductor, me pidió con cara imperturbable que le recordase la agenda de aquel día. Sus ojos, ampliados a través del espejo retrovisor, se clavaron en mí mientras esperaban una respuesta. Pese a ello, ni una sola referencia a su mensaje, ni un solo ademán que me permitiese descubrir algún tipo de oscura estrategia por su parte. Intenté convencerme de que todo había sido un malentendido. Tal vez tanto tiempo fuera de casa me estaba afectando. Tal vez yo era menos madura de lo que pensaba. La calma volvió a instalarse en medio de la vorágine profesional. Vivíamos dentro de un interminable día de la marmota de previsibles contenidos. Mi jefe y yo íbamos ejecutando las instrucciones que nos llegaban de nuestra empresa y de cara al cliente siempre proyectábamos responsabilidad y eficiencia. Nuestras reuniones internas eran asimismo ejemplares, al igual que lo era el tono comprensivo y casi paternal que él utilizaba conmigo en público. Hubo instantes en los que me sentí francamente agradecida por estar viviendo en primera persona semejante experiencia laboral. Una noche llamé al servicio de habitaciones del hotel y pedí un sándwich y una cerveza. No tenía fuerzas ni para bajar a comprar comida rápida en alguna de las tiendas cercanas a nuestro alojamiento. Ya estaba duchada y vestida para irme a dormir, por lo que esa cena rápida frente a la televisión iba a ser la recompensa a un día agotador. Le firmé el recibo al camarero que me trajo el pedido y cuando estaba volcando la lata de cerveza en un vaso de cristal, volvieron a tocar con los nudillos en mi puerta.


Abrí sonriente con el vaso en la mano, pensando que al empleado del hotel se le había olvidado algo. Antes de que pudiese reaccionar, mi jefe dio un par de pasos firmes, cerró de un portazo y pegó su cuerpo al mío. Noté en mi muslo el relieve de las monedas que llevaba en el bolsillo de su pantalón. La presión de su tripa me hundía los botones del camisón en el torso. Levanté instintivamente los brazos y fui incapaz de emitir cualquier tipo de sonido. El terror me había ganado. Era el mismo terror que me impedía llorar cuando era una niña y mi padre me chillaba. Un empujón seco hizo que chocase de espaldas contra la puerta de madera del armario ropero. Aprisionada por la envergadura de su cuerpo, su respiración me ardía en el cuello. Un manotazo rabioso en la clavícula me desgarró de cuajo el tirante del camisón. Con los ojos muy abiertos, dejé caer el vaso de cerveza. Este se estampó contra el suelo y la espuma llenó de islas blancas el pantalón de su traje gris. Un par de esquirlas de cristal hicieron que mis pies descalzos comenzasen a sangrar.


A partir de ese momento, viví dos existencias simultáneas,  cuál más miserable. Por un lado, seguí esforzándome por ser la empleada perfecta. Ello a pesar de que las horas extras no remuneradas crecían sin descanso y que las labores que él me asignaba no casaban en absoluto con mi especialización universitaria. Necesitaba seguir cobrando ese sueldo y tampoco podía permitirme el lujo de que la empresa diese malas referencias de mí a futuros empleadores. Por otro lado, el miedo e fue me fue instalando en el alma. Hice la metamorfosis inversa de la mariposa y me convertí en una oruga temerosa. Me perseguían diversos fantasmas, que no cesaban de susurrarme al oído cánticos de culpabilidad. Cada vez que era inevitable encontrarme a solas con mi jefe, apretaba los dientes, pero no era capaz de controlar una angustiosa presión en el pecho. A veces pensaba si no estaría enloqueciendo. Yo sufría, la ansiedad me consumía y nadie parecía darse cuenta de nada.


Pasaba gran parte de mi vida con mis compañeros de trabajo y ninguno de ellos se percataba de que estaba atrapada en una tela de araña viscosa. Después de aquel viaje fatídico, la cordialidad originaria de mi jefe se transformó en una mezcla de sofisticada crueldad y gélida indiferencia. Reuniones en las que no me daba la palabra, emails importantes que no me remitía, alabanzas que yo merecía pero que recalaban magnificadas en otros receptores. Temor, vacío y soledad. Por ello, tras unos meses infernales, la noticia de que iba a realizar un viaje de trabajo yo sola me supo a gloria bendita. Semejante primicia olía a reto, a aventura, a esperanza. Me hizo evocar a la recién graduada universitaria que fui, aquella virgen que pensaba que un mundo laboral luminoso le estaba esperando y que este le permitiría alcanzar la felicidad plena. No obstante, esa euforia inicial que se había mantenido inalterable en los primeros momentos de mi solitario periplo, comenzaba ahora a flaquear. En la habitación 306, donde todavía olía a burrito de carne de res desmechada, había caído la noche. Rememorar aquel viaje con mi jefe y todo lo que había traído consigo me había hecho sentir muy vulnerable. Me di cuenta de que, aunque en realidad mi carrera profesional apenas había comenzado, yo ya pensaba en mi trabajo y en mi propia existencia con profundo cinismo. Me había vuelto una descreída de mi propia persona.


Recogí del suelo la bolsa del burrito y me fui quitando la ropa conforme iba camino del baño. Allí forcé al máximo la manivela de agua caliente de la ducha y me acurruqué debajo del chorro humeante. Los cristales de la cabina se fueron empañando, los minutos rebotaban contra los azulejos y la piel empezaba a dolerme. Una voz en la cabeza me decía que tenía que incorporarme y salir, pero mi cuerpo era incapaz de erguirse. Con los dedos arrugados hice palanca en la esquina inferior de la puerta de la ducha y salí gateando a cuatro patas. Me tumbé en postura fetal encima de un revoltijo de toallas y ropa y comencé a tiritar. Eran unos espasmos incontrolables, tan violentos que con un hombro me golpeé un lateral de la mandíbula y mis dientes rechinaron. Notaba la nuca extremadamente rígida y el estómago contraído. Mis pies golpeaban el aire y la piel flácida de mis muslos me abrasaba cada vez que estos se entrechocaban.


Con las rodillas roídas por la frotación contra la moqueta, llegué a un lateral de la cama y palpé hasta encontrar mi móvil. La única luz de la habitación era la que, atravesando la doble cortina de plástico, procedía del salón de una vivienda del bloque vecino. Mientras la pantalla del teléfono se iba cubriendo de las gotas que caían de mi madeja de pelo, yo fui como un autómata a la agenda y localicé el número de teléfono privado de mi jefe. Me dio igual que allí fuese domingo. Me dio igual que allí fuesen las cuatro de la mañana. Necesitaba respuestas. Cuatro tonos después, Juan Pablo respondió al teléfono. Su voz al otro lado del Atlántico sonó pausada y bien afinada:

“Marta, estaba esperando tu llamada. La empresa también tiene que comunicarte algo”


Este relato es uno de los 21 relatos de la recopilación Hombres, Mujeres, Monstruos, y Viceversa. Una de mis mejores novelas de relatos.

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domingo, 3 de agosto de 2025

Mi vida junto a Marcos (Algunos Hombres Buenos)


Marcos era uno de esos hombres que parecían mujeres. Llevaba dentro una sensibilidad desbordante, sudaba ternura, temblaba con la poesía y paría dulzura cada vez que una imagen le conmovía. Era de esas personas que cautivaban con dos frases y escuchaban con tanta atención que cualquiera diría que, en otra vida, fue una de ellas. No comprendía a los de su propio sexo, a esos salvajes que gritaban y luego lo solucionaban todo con un simple: “lo siento, fue sin querer”. Marcos rezumaba humanidad sin perder su identidad masculina.

Apareció en la vida de ella cuando más lo necesitaba. Nunca supo entender los trucos de magia que hacían los hombres. Lo reconocía: era torpe para eso. Venía de una familia tradicional, con un padre que trabajaba fuera de casa, una madre que se ocupaba de tenerlos limpios, saludables y educados, y unos hermanos que ayudaban en lo que podían. En su hogar apenas se oían gritos, más allá de los juegos infantiles en el patio de una humilde casa de pueblo, donde todos los vecinos se conocían y se apreciaban.

Esa normalidad comenzó a marchitarse cuando se mudaron. Pasaron de tener amistades y una red comunitaria a ser desconocidos que entraban y salían de un tercer piso en un edificio que competía con otros por llegar al cielo. Los ascensores eran el único punto de encuentro, donde apenas se intercambiaban frases vacías sobre el tiempo o las alergias.

A medida que crecían, fueron dejando atrás aquel piso oscuro, con cañerías oxidadas que dejaban ver su vejez como prueba de existencia. La radio soltaba noticias de guerras y catástrofes, mientras en las cocinas los horarios eran incomprensibles. La vecina del séptimo, por ejemplo, cocinaba pollo a las cinco de la mañana, y a eso de las once de la noche comenzaba a brotar el agua de su fregadero. Nunca la vio en persona, pero habría reconocido su voz chillona en cualquier parte.

Sus padres seguían demostrándose cariño incluso cuando los hijos ya eran adultos. Un día abandonaron aquellas paredes de papel pintado y muebles escasos, con la promesa de que su vida mejoraría. Pero no fue así.

Dos de sus hermanos optaron por dejar la isla, cambiando el calor por el frío, y el tiempo demostró que aquella decisión fue acertada. Los que se quedaron apostaron por amistades de sus padres que acabaron fallándoles. Se movían de un lado a otro, sobrevivían con sueldos miserables, y pedían favores que nunca lograban saldar del todo.

En su vida pasaron dos hombres que querían verla casada y con hijos. Supo que no era el momento, y escapó. Del tercero, sin embargo, conservaba recuerdos que dolían: puntos de sutura, radiografías de costillas rotas y un brazo dañado. “Es que yo soy muy torpe”, decía él, y ella acabó creyéndolo. A ojos de los demás eran la pareja ideal. Pero para saber cómo está una manzana, hay que partirla.

No recordaba un solo día sin lágrimas. Decían que debía entender que venía de pueblo, donde había dos tipos de personas: los demás y mujeres como ella. Sin embargo, no todo fue negativo. En ese laberinto que es la vida, conoció a personas que le enseñaron que ser mujer era maravilloso, que el llanto podía lavar el alma, y que no todos los hombres eran iguales. Aprendió que había parejas felices, aunque la sociedad se empeñara en sabotearlas.

Y en medio de todo eso apareció Marcos. Venía de una realidad distinta. Se escondía de su padre, abrazaba a su madre, y no tenía más familia que una perra callejera adoptada en una protectora. Se conocieron en la consulta del psicólogo. Ella estaba rota, con la autoestima por los suelos, los ojos hinchados, y seis paquetes de pañuelos con talco en su bolso enorme. El timbre sonó, y entró Marcos, con su metro noventa, camisa blanca de lino y vaqueros negros desgastados que resaltaban el rojo de sus deportivas. Pensó por un momento que era el psicólogo, pero se sentó frente a ella. Su subconsciente le recordó que no sabía juzgar a los hombres, pero también que debía salir de allí convertida en una mujer fuerte.

En la sala de espera nadie hablaba. Las miradas furtivas diseccionaban a los presentes, intentando adivinar sus vidas. Seres rotos buscando recomponer su alma, piezas sueltas de un puzle incompleto.

Cada miércoles se encontraban allí. Era noviembre y llovía. Marcos salió de la consulta y la encontró en la parada de autobús, llorando con la cabeza baja. Le ofreció acompañarlo al centro de Santa Cruz, dijo que se sentía mareado y le haría un favor. Estaba pálido. Ella se sentía vulnerable y quiso rechazarlo, pero algo en la mirada de Marcos la hizo ceder. Caminaban como náufragos que comparten naufragio.

Llegaron a la avenida de Anaga. La cita era para un café, pero acabaron en un banco bajo la lluvia, llorando con la intensidad de dos cataclismos. Se mojaron por fuera, pero por dentro ya estaban inundados desde hacía tiempo. La lluvia lavaba lo que las lágrimas ya no podían. Sin hablar, decidieron refugiarse en una cafetería. Marcos caminó por delante y ella, al verle alejarse, se quedó parada. Él se giró, volvió a buscarla y le cogió del brazo sin decir nada. No pidió explicaciones. Ella lo agradeció; hay pasados que apestan si se remueven demasiado.

Dentro, pidieron café. No hablaron. Parecían una de esas parejas que llevan años juntas y a las que ya poco les importa lo que el otro piense. Triste. Al irse, él se ofreció a acompañarla a casa. Ella mintió y dijo que vivía cerca. No se fiaba. Una mujer herida no tiene que ser pisoteada.

De camino, pensó en todo lo que había vivido. Subió siete pisos a pie. Cerró las tres cerraduras de su puerta y saludó a su soledad, la única compañera constante. Su pequeño hogar era su reino. Se preparó una sopa, se dio una ducha caliente y se fue a la cama. Le dolían las costillas, el brazo, y algo más profundo que los huesos: cicatrices invisibles que dolían igual o más.

El miércoles siguiente volvió a la consulta. Vio a Marcos a lo lejos, caminando tranquilo. Cambió de acera. Se compró una botellita de agua y chicles de menta suave. Se sentía guapa: doña Paula le había dado ropa de su hija, una blusa de flores y una rebeca marrón que le aportaban calor. Al entrar, Marcos ya estaba allí y se levantó al verla. Ella se ruborizó, no saludó y fue directa al baño. Cerró el pestillo y se dejó caer al suelo. Mil pensamientos la asaltaron. Encendió la radio, se puso los auriculares, y se dejó envolver por la música. Luego se lavó la cara, se miró en el espejo y notó que hacía tiempo que andaba con la cabeza gacha. Salió, dio su nombre, saludó a los presentes. Marcos ya no se levantó, pero la saludó. Ella, esta vez, le devolvió el saludo.

Él se sentó a su lado y le preguntó en voz baja si estaba molesta. Ella dijo que no. Mintió, otra vez. Entró con el psicólogo, pero no contó nada de lo ocurrido. Esa tarde aprendió más en el baño que en la consulta.

Al salir, vio a dos personas que antes frecuentaban su casa y que ahora desviaban la mirada. “Poderoso caballero es don Dinero”, pensó. Se puso los auriculares y siguió su camino. Respiró hondo. Sintió una pequeña liberación. De repente, una mano en su hombro la sobresaltó. Era Marcos.

Caminaron juntos. Él contó chistes malos y, por primera vez, ella rió. La risa es morfina para el alma. Hablaron del tiempo, de tonterías, y también de cosas profundas. “Estoy intentando recomponerme. Mi padre maltrataba a mi madre y no lo entiendo ni lo tolero. Mi madre murió y no lo he superado. Hay cosas que no entiendo, por eso vengo a buscar medicina para el alma. No te pido que me cuentes nada. Te lo digo porque quiero”, confesó él. El silencio se impuso de nuevo.

Con el tiempo, su relación creció. Marcos se volcó en movimientos por los derechos de las mujeres maltratadas. No faltaba a una manifestación. Organizaba cenas, hablaba en foros. Creía de verdad en cambiar la mentalidad de una sociedad que se decía moderna, pero que ocultaba frustraciones y mentiras bajo falsas apariencias.

Un viernes a las siete de la tarde la llamó para invitarla a cenar. Le pidió que fuera vestida de blanco. Le pareció extraño, pero no preguntó. Se presentó con una botella de vino. Al abrir la puerta, un hombre desconocido la recibió con naturalidad. El piso estaba lleno. Música suave, luces tenues, y un ambiente acogedor. Marcos le ofreció una copa y ella le susurró que le asustaba tanta gente. Él respondió con firmeza: “Es hora de relacionarse. El mundo es valioso porque en él hay personas de las que aprender”.

Había parejas de todo tipo. Y entonces comprendió: era una celebración. Una pareja homosexual anunció que, tras diez años juntos, iban a casarse. Por eso el blanco. Marcos lo había logrado: crear una burbuja de igualdad en su pequeño piso. Ella lo admiró aún más.

Al irse, él le pidió que se quedara en la habitación de invitados. Aceptó. Con él, estaba a salvo de los trucos de mago.


martes, 27 de mayo de 2025

El Café de Cada Mañana

 


Gustavo intentaba convencerse de que todo era un simple ritual. Un hábito conveniente. Pero la verdad era que no podía evitarlo. Cada mañana, una fuerza invisible lo arrastraba hacia el interior de la cafetería.

No era el aroma a café recién hecho ni los suculentos pasteles exhibidos en la vitrina. Era ella.

Antes de entrar, se tomaba unos segundos para observarla desde el ventanal. Sus movimientos delicados, la sonrisa fresca que parecía permanente en su rostro. Nina era la mujer más hermosa y dulce que había visto en su vida. La dueña de la cafetería que quedaba de camino a su nuevo trabajo, y por la que se aparecía todas las mañanas a la misma hora desde hacía tres semanas.

Suspiró discretamente, abrió y cerró las manos con lentitud. Estaba listo. Empujó la puerta con decisión y entró.

Lo recibió un estruendo proveniente de la cocina, pero a ningún comensal pareció importarle. Seguían hechizados con las delicias que devoraban. Él mismo había experimentado esa reacción, así que sabía de lo que hablaban.

Se acercó al mostrador, nervioso. La noche anterior había decidido, por fin, invitarla a salir. Aunque, si era honesto consigo mismo, llevaba una semana intentándolo y cada mañana su valentía se desvanecía. No era falta de coraje, era su lengua la que se negaba a formar frases coherentes.

Pero hoy sería diferente.

Nina lo miró a los ojos y le sonrió mientras se alisaba el delantal. Tenía un poco de harina en la mejilla y llevaba el cabello recogido, dejando al descubierto el pequeño lunar que decoraba su amplia frente. A Gustavo le gustaba más cuando lo llevaba suelto, cuando sus ondas rozaban sus hombros. De cualquier forma, siempre encontraba la manera de lucir preciosa.

—Hola, Tavo. ¿Lo de siempre? —preguntó con prisa.

Él asintió con una media sonrisa. Apenas se había convertido en un cliente regular y ella ya recordaba su orden. Los dioses le acababan de obsequiar una segunda señal.

—¿Cómo va el negocio? —preguntó, y en cuanto las palabras salieron de su boca, se recriminó. Entre todas las trivialidades, tuvo que escoger el tema laboral. «Clásico de un adicto al trabajo», pensó.

—No me quejo, hay más días buenos que malos.

—Y... ¿Hoy es un día...? —Se recargó en el mostrador, intentando parecer relajado. Estaba a años luz de conseguirlo. Cuando se trataba de ella, toda su seguridad se iba por el drenaje.

—Espectacular —respondió Nina, aunque Gustavo no supo si era la respuesta a su pregunta o simplemente reflejaba su humor resplandeciente—. Aunque tener un negocio propio es satisfactorio, lidiar con empleados nuevos es la muerte. No te lo recomiendo, es malo para la salud.

Pese a la vibra extraña de su comentario, esta era la conversación más larga y decente que habían sostenido. Tercera señal. Esto iba de maravilla.

«¡Hazlo ahora!», rugió su mente.

—Nina... yo quería saber si... algún día te gustaría...

Intentaba decirlo todo de corrido. Nina lo miraba con curiosidad, como si pusiera todo de su parte para entenderlo. ¿O quizá para terminar la frase por él?

Estaba a punto de lograrlo cuando un estruendo sacudió la cocina. Un derrumbe de trastes. El local se sumergió en un incómodo silencio.

Nina bajó los hombros y suspiró con exasperación.

—Esto es de lo que hablo —se disculpó antes de desaparecer tras la puerta, que quedó oscilando de un lado a otro.

Para su decepción, no la volvió a ver el resto de la mañana. Andrea, su ayudante y mesera oficial, terminó de atenderlo.

Cogió el plato con el croissant y la taza de café negro que ella dispuso para él. De pronto, perdió el apetito. Suspiró, desanimado.

De manera sorpresiva, Andrea se sentó frente a él con la confianza y familiaridad que a él tanta falta le hacía.

—Veo que tampoco pudiste hacerlo hoy —dijo con tono definitivo, como si lo estuviera reprendiendo por su cobardía.

—¿Lo viste? —preguntó, intentando ocultar su vergüenza.

—No hizo falta. Tu cara larga lo dice todo.

—No sé qué me pasa cuando estoy frente a ella. Todo en mí se paraliza y al final me siento como un imbécil.

—No seas tan duro contigo. Nina parece tener ese efecto. ¿Qué tal si practicas conmigo para darte más confianza? —sugirió entusiasmada—. Anda, invítame a salir.

—No es lo mismo.

—Vamos, inténtalo. Uno nunca sabe.

Andrea le sonrió, y Gustavo no pudo evitar contagiarse de su ánimo.

—Esto es ridículo.

Ella frunció el ceño, obligándolo a meterse en su papel. Se dio por vencido y cedió ante sus ojos brillantes.

—Andrea... digo, Nina... estaba pensando si tú... emm...

Gustavo estalló en carcajadas.

—¿Me decías? —Andrea apoyó la barbilla sobre sus manos juntas y aleteó sus largas pestañas de forma inocente.

—¿Cómo podría invitarte si usas todos tus encantos al mismo tiempo?

Andrea se rió junto con él. Cómo necesitaba esas risas en ese momento.

Conversaron unos minutos más antes de que ella notara que alguien acababa de entrar.

—El deber me llama. ¿Nos vemos mañana?

Gustavo asintió y se levantó. Él también tenía que ir al trabajo. A pesar de lo sucedido, salió con una sonrisa en el rostro y de buen humor.

La decisión

Para el final de su jornada laboral, su ánimo había decaído dramáticamente. El ejercicio le ayudaría a sacudirse el malhumor.

Mario, su mejor amigo, ya lo esperaba en la cancha de squash que reservaban todos los jueves.

—Tú lo que necesitas con urgencia es un acostón —dijo sin preámbulo, mientras sacudía su raqueta.

«Típico de él: meterse en lo que no le incumbe.»

—¿Y tu conclusión se debe a...?

—A tus huevos azules.

—¿Tú cómo sabes de qué color están? —lo cuestionó, indignado.

—Están azules por la falta de oxígeno, y ese enfermizo color se refleja en tu cara. No veo cuál es el problema de invitarla. Nunca antes habías tenido ese problema.

Gustavo bufó. Odiaba ser evidenciado.

—Si lo supiera, no estarías jodiéndome con eso.

—¿Quieres que vaya yo y la invite en tu nombre?

—No seas pendejo.

—¿Tienes miedo a que te diga que no? —se burló—. Si lo hace, ¿qué importa? Te buscas otra y ya.

Mario lo dejó pensando. ¿Acaso esa era la razón? ¿Tenía miedo al rechazo?

Era momento de avanzar. Pero no lo lograría si no se atrevía a invitarla a salir.

Estaba decidido. Esa misma noche regresaría a la cafetería y la invitaría.

Estaría de sobra decir que destrozó a Mario en el partido de squash. Se lo tenía merecido el cabrón.

Recién duchado, Gustavo se sintió mejor. Nunca había que subestimar el poder del agua caliente para amansar la tensión.  

Estaba más listo que nunca. No obstante, conforme se acercaba al local, comenzó a sentir un extraño malestar en el estómago. De repente, el pequeño ramo de flores que había comprado de camino le pareció ridículo. ¿Y si mejor lo hacía mañana?  

Pero cuántas veces había escuchado que nunca hay que dejar las cosas para después. El presente debía aprovecharse, no quedarse estancado en un futuro incierto. Podía ser atropellado por un autobús al salir, morir en un incendio o ser mordido por un perro rabioso. Así que esto no podía esperar un día más.  

La cafetería seguía iluminada, a pesar del letrero de "Cerrado" colgado en la puerta. Sintió una punzada de decepción. No había prestado atención a la hora.  

Empujó la puerta y, para su sorpresa, estaba abierta. Entró con cautela. Lo último que quería era asustarla o que llamara a la policía.  

Los latidos comenzaron a martillarle los oídos cuando escuchó voces provenientes de la cocina. Más que voces, parecían… quejidos.  

Se paralizó.  

—No te detengas, Alex. ¡Oh, Dios! Así... —dijo una voz femenina, ahogada.  

—Tú sabes que yo te doy lo que me pidas, nena —respondió Alex con voz ronca, y "nena" soltó unas risitas.  

Por supuesto que no se iba a quedar para averiguar qué le daría Alex.  

Se dio la media vuelta y salió de ahí, dejando las flores abandonadas en la mesa más cercana. No las tiró al piso porque sus buenos modales se lo impidieron.  

¿En qué estaba pensando al ir tan tarde a buscarla? En realidad, no la conocía. Apenas sabía su nombre. Que recordara lo que ordenaba todos los días no significaba que supiera algo de él. Después de todo, era parte de su trabajo ser amigable con los clientes. Y eso era él: **un cliente más**.  

Si era sincero, tampoco la conocía.  

Ahora pagaría el precio de su estupidez, sintiéndose miserable. Este era el instante en que los violines, con música lastimosa, comenzarían a tocar para describir su estado de ánimo, desparramado por los suelos.  

Gustavo estaba devastado. Lo único que circulaba por sus venas era furia. Tenía unas ganas inmensas de golpear algo, especialmente al tal Alex. Aunque él no tenía la culpa de nada, más que ser quien Nina había escogido para estar con ella.  

Pero con quien realmente estaba enfurecido era consigo mismo. Por haberse tardado en reaccionar. Por lo que pudo hacer y no se atrevió a hacer en su momento.  

Esto solo podía arreglarse de una manera.  

Se iría a un bar a ahogar sus penas. Rogaba que existiera suficiente alcohol para olvidarse de todo. De su dulce Nina. Aunque ya no era suya. Ahora era de Alex.  

Terminó bebiendo en soledad, como el hombre cobarde y patético que era.  

El miedo de perder el control y cometer una locura lo aplacó.  

Aunque la noche parecía interminable, perdió la consciencia tumbado en su cama, totalmente vestido y con los zapatos puestos.  

Mañana (otra vez) 

La espantosa mañana llegó.  

Gustavo despertó con la sensación de que lo sucedido anoche había sido un sueño. Pero la resaca que portaba le recordó su realidad.  

Se la sacudió con un par de analgésicos y una enorme botella de Gatorade. Se alistó para ir a trabajar con las mismas ganas que un animal de granja tendría si supiera que iba directo al matadero.  

Estaba decidido a pasar de largo la cafetería y buscar un nuevo lugar donde comprar café. Seguramente no era la única con panecillos deliciosos. ¿O sí?  

Estuvo tentado de tomar otro camino, pero su estilo de vida práctico lo obligó a utilizar la ruta más corta.  

A unos cuantos pasos antes de llegar, suspiró y, vencido, abrió la puerta. La misma fuerza invisible que lo atacaba pudo más que él. Hizo una nota mental para tomar medidas extremas para evitarlo.  

Al menos no hizo el intento de buscarla con la mirada antes de entrar.  

No vio a Nina por ningún lado y no supo si alegrarse o decepcionarse.  

Andrea lo recibió con una gran sonrisa que desplegaba sus adorables hoyuelos y le entregó el café que no fallaba en ordenar. El croissant se lo llevaría en cuanto se acomodara en una mesa.  

No pudo evitar notar que, sobre el mostrador, colocadas en un florero, estaban las flores que había abandonado.  

—Están bonitas, ¿verdad? —dijo Andrea, atrapándolo mientras las miraba con desdén—. Las gerberas son mis flores favoritas. Alguien las dejó olvidadas ayer.  

Se encogió de hombros y buscó dónde sentarse.  

Gustavo se quedó a medio camino de darle un sorbo a su café cuando escuchó a la mesera saludar a la persona que acababa de entrar.  

—Hola, Alex.  

Gustavo bajó la taza con descuido, derramando la mitad del líquido caliente.  

—Está en la cocina —continuó Andrea.  

El joven le devolvió el saludo y, en ningún momento, le quitó la mirada de encima hasta que lo vio desaparecer.  

"¡Me lleva la que me trajo!"  

Cualquier esperanza que hubiese logrado amasar en su corazón acababa de ser pulverizada. La boca se le secó. No supo en qué momento Andrea se acercó a su mesa y comenzó a limpiar su desastre. Mierda. ¿Nada le iba a salir bien?  

—Tranquilo, a cualquiera le pasa cuando se entera de algo desagradable —dijo, con empatía.  

—¿Tú lo sabías?  

—Esta mañana Nina me lo contó. Lo siento.  

—No tienes por qué. No es tu culpa.  

Andrea dudó un instante antes de hablar.  

—Tavo… sé que este es el momento menos indicado, pero quisiera… —Se mordió el labio antes de agregar—: Espera aquí un momento.  

Se giró sobre sus talones y, a toda prisa, se dirigió detrás del mostrador.  

Mientras tanto, Gustavo la miraba extrañado. Más bien, con ávida curiosidad.  

Al regresar, le colocó frente a él una rebanada de pastel de chocolate. Su favorito. Notó que, en el plato, también había un papel con algo escrito. Se acercó y lo leyó. "Sé que no soy Nina, pero ¿te gustaría salir conmigo?"  

A partir de ese día, Gustavo supo que allí, dentro de esa cafetería, estaba su destino.  

Con la forma más dulce que alguna vez se imaginó.  





martes, 20 de mayo de 2025

Cosas que no Pesan. (Relatos Morales)


Durante el viaje evitó leer el mensaje otra vez: *“Es mejor que vengas. Está grave.”*

El tren salió de Valencia con el cielo plomizo. Desde la ventanilla, Tomás veía los campos de naranjos desfilar bajo la luz tenue de la tarde. La pantalla de su móvil seguía mostrando la foto de perfil de su hermana, sonriendo con una copa en la mano. Habían pasado meses sin hablar.

El vagón avanzaba con esa lentitud monótona de los regionales. A su lado, una mujer devoraba unas galletas sin ofrecerle. La miró. No supo si era atractiva o si solo estaba harto del silencio. En su cabeza, frases sobre economía aún flotaban. Le daban una paz extraña, como si fueran un rezo sin fe.

Al llegar al pueblo, la humedad lo envolvió de golpe. Un cartel con el nombre de **La Vall d'Uixó** le pareció ridículo. *Este lugar ni aparece en los trending de redes*, pensó. Como si eso lo hiciera menos real.

Su madre lo abrazó sin hablar. Su hermana le explicó lo inevitable con la misma frialdad que si le estuviera dando indicaciones para llegar a la farmacia. En la habitación del hospital, su padre dormía con los ojos entreabiertos. El monitor a su lado titilaba como una luciérnaga agotada. Tomás le apretó la mano con torpeza. Luego se fue a dormir al cuarto donde había crecido.

Los días siguientes fueron una repetición sin emoción. Por la mañana iba al hospital, leía artículos en su móvil mientras su padre dormía. Por las tardes, caminaba hasta la plaza, se sentaba con una **Estrella Galicia** en un banco, veía pasar coches antiguos y parejas en silencio. El pueblo tenía un aire espeso, no puro. Más bien algo estancado, como un bostezo largo.

Una noche, de camino a casa, se cruzó con Julia, la vecina. Estaba igual que hacía diez años, solo que ahora fumaba. Se quedaron charlando sobre cosas sin importancia, hasta que ella dijo:

—¿Subes?

El sexo fue torpe, pero cálido. Después se rieron. No del momento, sino de que eso aún tuviera sentido. Julia le mostró una foto de sus hijos. Tomás le preguntó si era feliz.

—¿Qué es eso? —contestó ella, apagando el cigarro.

El padre murió un miércoles de madrugada. Cuando llamaron, Tomás ya estaba despierto. No lloró. No dijo mucho. Siguió el protocolo. En el velatorio, la gente lo abrazaba como si fuera parte del mobiliario. Escuchaba, asentía, hacía algún chiste para aliviar el ambiente. Esa era su forma de estar.

Al día siguiente, se sentó solo frente a un café frío. **La Vall d'Uixó** ya empezaba a borrarse de su mente. Sabía que debía volver a la ciudad, terminar el doctorado, responder mails. *Continuar*.

Antes de irse, pasó por la casa de Julia y le dejó un sobre. Dentro había un poema que no firmó.

Lo escribió esa mañana. Se titulaba: **Cosas que no pesan**.

Relato Publicado en: Amazon.com: Relatos Morales (Spanish Edition) eBook : Sánchez Soriano, Vanessa: Tienda Kindle


domingo, 11 de mayo de 2025

La Crisis del 3025. (Relatos Morales II)

 


Joaquín entró en la oficina con cierta incertidumbre. Su jefe lo miró desde su escritorio, como si esperara que algo se resolviera por sí mismo.—¿Me llamó, señor?
—Sí, Joaquín, siéntate.

Joaquín respiró profundamente, intentando ocultar el nerviosismo que lo invadía. Su jefe, un hombre que parecía más joven que él, cerró los ojos y, con una expresión de comprensión, respiró hondo y exhaló lentamente. Joaquín lo observó, como si el gesto tuviera la intención de darle confianza. Las manos de Joaquín temblaban, pero logró arrastrar la silla antes de sentarse. Trago saliva, la sensación de incomodidad le llenaba el pecho, y miró al hombre de traje azul oscuro, cuya presencia le resultaba intimidante.

—Verás, hemos tenido problemas económicos últimamente.
Joaquín sabía que este momento llegaría, pero no esperaba que fuera tan pronto.

—Ya hemos tenido que despedir a un gran número de trabajadores y, viendo el rumbo de la empresa… tendremos que seguir haciéndolo.
Corren rumores de que la compañía está en quiebra, pero los directivos se negaban a oficializarlo. Muchos de sus compañeros ya habían sido despedidos, otros más habían decidido buscar algo mejor, algo más seguro.

—No me gusta para nada tener que decirte esto, pero ya sabes lo que viene.
—Lo sé, señor.

Joaquín observó cómo su jefe suspiraba, como si ese gesto fuera exclusivo de él. Lo miraba esperando que él no interfiriera, así que se mantuvo tranquilo. Estos tiempos, pensó, te enseñan a mantener la calma y a no hiperventilarte. El jefe abrió un cajón a su costado, sacó una hoja y la puso sobre la mesa, con las letras mirando hacia Joaquín. Luego colocó a su lado un frasco de tinta negra.

—Ya sabes qué hacer.

Joaquín miró la carta de renuncia, donde le pedían que colocara su huella dactilar. La miró fijamente, luego volvió a mirar al hombre que lo observaba. Cerró los ojos, trago saliva y se resignó. No quedaba otra. Pero, aún así, lo miró una vez más, como si esperara algo, cualquier cosa.

—Descuida, Joaquín. Te daré un tanque de oxígeno personal. Podrás venderlo y conseguir algo de dinero, son bastante caros hoy en día.

Joaquín contuvo las ganas de suspirar, pero vio cómo su jefe sonreía, como si fuera consciente de su tristeza. Sin embargo, el gesto era también una forma de disculpa.

—Anda, consume un poco de aire, es lo menos que puedo darte después de tantos años aquí.

Con su permiso, Joaquín suspiro. Había olvidado lo liberador que era hacerlo, a pesar de que todo se estuviera derrumbando. En ese breve instante, sintió como si el mundo pudiera volverse a poner en orden. Cerró los ojos, remojó la yema de su dedo índice en tinta y la impregnó sobre la hoja. Al menos eso tenía más valor que su sueldo. Desde que las leyes laborales cambiaron, ser despedido era tan sencillo como firmar un papel.

—No pongas esa cara, Joaquín. Con tus conocimientos y experiencia, conseguirás otro trabajo muy rápido. El bus parte en veinte minutos, ve a recoger el tanque al almacén. Ya tienen la orden.

Joaquín respiró profundamente una vez más, sin importarle lo que pudiera decir su, ahora, exjefe. Cerró los ojos y contuvo la respiración. Había sentido muchas veces la falta de aire, el miedo a ahogarse, a pasar de la paz al pánico en cuestión de segundos. Pero nunca se había sentido tan tranquilo al no respirar, como si pudiera estar a punto de explotar y aún así sentir paz. Cuando abrió los ojos, vio que su exjefe lo observaba con intranquilidad, como si le diera algo de empatía, al haberle dejado desperdiciar un poco de su tiempo. Finalmente, le sonrió de manera incómoda, invitándolo a salir.

Joaquín se levantó y salió de la oficina principal. Los pocos oficinistas que aún quedaban en esa planta lo miraron con desdén. Sabían que en algún momento sería su turno, pero preferían regocijarse en el dolor ajeno mientras tanto. A Joaquín no le importaba, eran unos idiotas condenados al igual que él. Llegó al almacén y vio a Sorenstein, quien le dio una mirada de comprensión mientras Joaquín estampaba su huella dactilar en el documento que acreditaba la recepción del tanque de oxígeno. Luego, Sorenstein fue a traerlo.

Mientras nadie lo observaba, Joaquín respiró profundamente varias veces, bostezó y exhaló con fuerza. Era como si una ira inexplicable se apoderara de él, intentando vengarse de la empresa que lo había despedido, gastando el oxígeno de sus instalaciones. Pero nada de eso lo satisfizo.

Cuando el almacenero regresó con el tanque, Joaquín lo observó mientras Sorenstein tragaba saliva y agachaba la cabeza en una especie de respeto silencioso. Era una costumbre dentro de la empresa: estaba prohibido hablar, ya que eso representaba un gasto innecesario de oxígeno. Solo se podía hablar cuando era estrictamente necesario… cosa que no aplicaba para los directivos, quienes podían consumir todo el oxígeno que quisieran. Estúpidos adinerados.

—Sigue vivo, Orbón.
—Tú también, Sorenstein.

Joaquín nunca había escuchado la voz de Sorenstein. Solo conocía su apellido por la identificación que llevaba en el pecho. Supuso que Sorenstein debía conocerlo de la misma manera. Joaquín hizo un gesto con la cabeza, despidiéndose. Sorenstein hizo lo mismo y Joaquín se marchó, cargando el tanque de oxígeno. Al subir al autobús, se sentó esperando que partiera. Nadie parecía preocuparse por la vida de los demás. Sinceramente, a Joaquín tampoco le importaba lo que les ocurriera a aquellos que no formaban parte de su círculo social. El mundo era lo suficientemente duro como para estar preocupándote por los demás.

El autobús arrancó. Normalmente, Joaquín no prestaba atención a las ventanas. Solo miraba al asiento de enfrente, hasta que llegaba la hora de abandonar el vehículo. Pero esta vez prefirió observar la realidad a su alrededor. Las calles estaban vacías, sin humanos ni animales. Las nubes eran de un color mostaza opaco, como si estuvieran sucias, y todo parecía tener un tono grisáceo, como si el polvo impregnara el aire. Siempre le había deprimido ver las calles. ¿Cómo habíamos llegado a esto? Algunos autos transitaban por las vías, corroídas por el paso del tiempo. Todos eran blancos, para que pudieran distinguirse en la ciudad polvorienta.

Joaquín miró el medidor de oxígeno al frente del autobús. Aún le quedaba un 80%, suficiente para que el autobús dejara a todos y regresara a la fábrica. El conductor siempre llevaba un tanque de oxígeno a su costado, quizá lo había usado alguna vez. El autobús se detuvo, Joaquín ingresó a la cabina de descontaminación, respiró profundamente y se colocó la mascarilla que cubría su boca y nariz para evitar respirar el aire contaminado del exterior. Mientras las puertas del autobús se abrían, se preparaba para pisar las calles de la ciudad.

Bajó del vehículo y se apresuró hacia su casa. Escuchó cómo el autobús se alejaba, llevándose la rutina de su vida laboral. Abrió la puerta de su hogar y la cerró tras de sí. Esperó pacientemente a que el proceso de limpieza de la entrada terminara. Para su buena suerte, y la de todos, el proceso duraba pocos segundos. La segunda puerta, la que le permitiría entrar a su casa, se desbloqueó justo cuando comenzó a sentir la necesidad de respirar nuevamente. Se quitó la mascarilla, abrió la puerta y respiró profundamente, dejando el tanque de oxígeno apoyado en la pared. El aire allí era mucho más pesado que en la empresa, respirar era más difícil, pero también te obligaba a hacerlo con más frecuencia, como si el oxígeno nunca fuera suficiente. Sin embargo, por un capricho del destino, solo podía pagar el servicio de aire al 30% de pureza, el nivel más bajo. Aun así, solo era cuestión de acostumbrarse.

Lo bueno, pensó, era que en su casa podía hablar sin que le cobraran por el consumo de aire, como en las empresas, donde solo se pagaba mensualmente. Respiró profundamente, forzando sus fosas nasales a procesar el aire que tenía a su disposición. A veces, el aire le causaba dolor de cabeza, mareos y sueño, pero creía que eso era solo por el cansancio.

De repente, vio a Mayra acercándose rápidamente, con una gran sonrisa en el rostro. No pudo evitar sonreír al verla. Siempre le había alegrado su simple presencia. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Mayra saltó hacia él, y él la atrapó en el aire, haciéndola resbalar mientras se aferraba a su cuerpo. Se miraron a los ojos, se besaron y luego sonrieron.

—¿Cómo te fue hoy?
—Yo…
—No quieres hablar, ¿verdad?
—No, pero debo hacerlo.
—No te obligo si no deseas.
—Es importante que lo sepas.

Mayra tragó saliva. En sus ojos se reflejaba el miedo que sentía por lo que su esposo estaba a punto de decirle, como si ya lo supiera. Tal vez intentaba contener las ganas de llorar, porque sus ojos estaban vidriosos, y su expresión mostraba que luchaba contra algo profundo. Aunque su respiración siempre era tensa, ahora parecía aún más pesada, como si le costara más respirar en ese lugar.

—¿Llegó el día?
—Sí.
Mayra volvió a tragar saliva. Él también lo hizo. Ella cerró los ojos y dejó caer su cabeza sobre su pecho, pero lo abrazó con toda su fuerza, como si intuyera que él necesitaba apoyarse en ella.

—Te dieron ese tanque como compensación por el tiempo de servicio, ¿no?
—Sí.
Ella no lo soltaba. Ambos sabían que las cosas no estaban bien. Sintió cómo ella cerraba las manos en su espalda, haciendo puños, como si algo la inquietara también.

—¿Qué ocurre?
—Yo...
El llanto de su hijo, Gustavo, interrumpió la conversación, pero fue suficiente para que Mayra sonriera una vez más. Ella lo soltó y, tomándolo de la muñeca, lo llevó hacia la habitación del niño. Él solo se movió al mismo ritmo que ella. Cuando llegaron a la cuna, Mayra levantó a Gustavo al verlo y lo arrulló para intentar calmarlo. El niño dejó de llorar al sentir los brazos de su madre y sonrió al ver a su padre. Estiró su pequeño brazo, intentando alcanzarlo, mientras su manita se abría y cerraba. Él le posó el dedo en la palma y el niño apretó su mano con fuerza, algo que no podía evitar hacerle sonreír.

—Hoy llegaron las cápsulas alimenticias.
—¿También el paquete para bebés?
—Sí, está todo completo.
—Entonces hoy cenaremos.
Mayra se rió, él también. Ambos se miraron, y escucharon a Gustavo reír, lo que les llenó de emoción. A pesar de eso, había algo que perturbaba a Mayra, algo que no la dejaba disfrutar del momento por completo.

—¿Qué ocurre?
—Bueno...
Él la abrazó por la espalda y le besó la cabeza, como si ese fuera el único gesto que pudiera darle fuerzas. Ella seguía meciendo a Gustavo, respirando de forma profunda y pesada. Incluso pudo escuchar un temblor en su respiración. Desearía poder pagar por un aire más limpio, al menos para que ella no sufriera cada vez que inhalaba el aire contaminado, para que Gustavo no llorara al respirar y sintiera sus pulmones llenarse de oxígeno de mala calidad.

—Llegó una carta de la compañía de aire.
—¿Qué dice?
—Dice que, debido al incremento de la población, el precio del aire limpio ha aumentado, y que si no pagamos la diferencia hasta fin de mes, nos cortarán el servicio.
Él tragó saliva. Un escalofrío recorrió su espalda. Las leyes en este mundo parecían un chiste, como si estuvieran hechas para deshacerse de las pocas personas que quedaban, como si las paupérrimas condiciones de vida no fueran suficientes.

—Eso es... en tres días.
—Lo sé.
Respiró profundo, conteniendo las ganas de llorar. Sintiéndose devastado, como si todo lo que conocía, todo lo que tenía, se estuviera derrumbando. Gustavo lo miró preocupado, pero luego se rió, como si intentara animarlo. Aunque él no entendía ninguna de esas emociones, su reacción fue reír porque no sabía qué más hacer. O quizás estaba interpretando todo a su manera, tratando de comprender lo que sucedía, y su primer impulso fue reír al no entender lo que pasaba. Tal vez estaba pensando demasiado en algo que no tenía tanta importancia, algo que solo debía disfrutar.

—Oye, tontito.
Mayra volteó rápidamente, puso su cabeza debajo de la suya, obligándolo a mirarla a los ojos. Le sonrió, como si todo lo que estaba sucediendo no pudiera romper esa adorable expresión.

—Saldremos de esta, ¿sí? Hemos llegado hasta aquí, ¿qué nos puede detener ahora?
Él sonrió. Era cierto, habían llegado hasta aquí, a pesar de vivir en este mundo tan deteriorado.

—Tienes razón, amor, vamos a salir de esto.
—¿Cuál es tu primer paso?
—Buscar trabajo.
—¿Llamo al reclutador?
—Tiene un costo.
—Paguémosle con el sofá de la sala, total, no tenemos visitas nunca.
—Es cierto.
—Entonces yo me encargo de convencer al reclutador de aceptar el sofá como pago, y tú… cambias el pañal de Gustavo.
Mayra sonrió victoriosa, sacando la lengua de forma burlona.

—Eso no se vale, estaba distraído.
—No importa, te toca limpiarlo.
Él rió un poco mientras su esposa le entregaba a su hijo en brazos. Luego vio que ella tomaba el celular y comenzaba a hacer la llamada. Él se acercó a la mesa donde estaban los implementos de Gustavo, lo recostó ahí, lo desvistió y le cambió el pañal, limpiándolo con rapidez y cuidado para evitar que el aire se contaminara aún más. Respiró profundo, su cuerpo ya se había acostumbrado al aire de su hogar.

—No olvides decirle que también vendemos un tanque de oxígeno.
—Cierto.
Escuchó a Mayra hablar con el reclutador, y parecía haber logrado convencerlo. Ella dejó el teléfono a un lado y se acercó a él para ver a Gustavo.

—Solo mira esa sonrisa, esa mirada inocente, ese movimiento despreocupado.
—No tiene idea de lo que está pasando, es feliz así.
—¿No te llena de esperanza?
—Ahora que lo mencionas, sí, lo hace.
—Es cierto, me contagia su alegría, esa despreocupación.
—Hagámoslo por Gustavo.
—Claro que sí, amor.
Ella sonrió, llenándolo de esperanza. Él le devolvió la sonrisa mientras volvía a tomar a su hijo en brazos.

De repente, los ojos de él se abrieron automáticamente, como si su cuerpo estuviera programado para despertarse a una hora establecida, aunque no tuviera que levantarse temprano. Respiró profundamente y observó el techo de su hogar, cubierto con una pintura especial que evitaba que la atmósfera externa entrara. Mayra aún dormía, tranquila, aunque podía notar que no descansaba por completo, luchando por respirar. ¿De cuántas cosas se había perdido por ir a trabajar de seis a seis? ¿Cuánta vida había gastado intentando vivir? ¿Es esto lo que siempre había buscado? Y si era así... ¿estaba viviendo o solo sobreviviendo? Sea cual sea la respuesta, pensó, nada de eso importaba cuando tenía un motivo para estar vivo: Gustavo, Mayra... Pero, ¿les esperaba lo mismo que a él? Esperaba que su hijo pudiera migrar a otro planeta, porque la Tierra simplemente estaba condenada. Mayra giró hacia él, aún somnolienta, pero con una expresión emocionada.

—Es la primera vez que te veo ahí acostado cuando despierto, empezaba a preguntarme dónde estaba mi beso en la frente.

Él sonrió, aunque era una sonrisa rota. Siempre solía besar la frente de Mayra al despertar, pero esta vez no lo hizo. Se quedó echado, sumido en pensamientos sobre lo que costaba respirar en el mundo de hoy. Mayra sonrió como si fuera lo mejor que le había pasado, y él no podía evitar preguntarse cómo podía ser feliz en medio de todo eso. Tal vez él solo estaba centrado en lo malo.

Quiso decir que prepararía el desayuno, pero sabía que solo serían píldoras. Había leído sobre la comida real en los libros de la escuela, pero ellos siempre habían estado suscritos a una entrega semanal de suplementos que les proporcionaban todo lo necesario para el día: vitaminas, carbohidratos, y demás. Debían estar agradecidos con Dios por tener algo que los mantuviera vivos. Sin embargo, aquello parecía haber despojado a la comida de su esencia. Las píldoras no tenían sabor y no daban una sensación real de saciedad. Era como si el cuerpo dejara de sentir hambre, pero una parte de él seguía seca, insatisfecha.

—Entonces, ¿seguiremos durmiendo o nos levantaremos a hacer algo? —preguntó Mayra, su sonrisa resplandeciendo, incapaz de ocultar la chispa de esperanza en sus ojos.

Era difícil preocuparse cuando la sonrisa de su esposa era un recordatorio claro de que valía la pena seguir viviendo. Él sonrió de vuelta, aunque era consciente de lo rota que sonaba esa sonrisa. Ella merecía más, mucho más, pero sabía que no podía dárselo.

—Mayra… —dijo, llamando su atención. Ella lo miró con una curiosidad traviesa, la mirada brillante de quien sabe que algo más se está cociendo en su mente—. ¿Qué opinas de mí?

Ella sonrió, una luz en sus ojos brillando aún más, como si la pregunta la divirtiera.

—¿Inseguro de lo que siento por ti? —respondió con tono jocoso, burlándose suavemente de él.

Él no podía evitar sonreír también, dándose cuenta de que ella solo coqueteaba sutilmente, como siempre.

—Pues, si pudieras imaginar todo lo bello en el universo, sería poco comparado con lo que pienso de ti —dijo, lanzando una frase simple, pero llena de significado, sabiendo que era la persona que lo decía lo que le daba peso.

Ella se rió, una risa que resonó en sus corazones, y él la abrazó, besándole la frente con suavidad. Había algo en la simpleza de esos gestos que era lo único que parecía mantenerlos firmes, juntos.

—Es más, si el universo supiera cuánto te quiero, le daría vergüenza ser tan pequeño —añadió él, con una ligera sonrisa que daba testimonio de cuánto le importaba.

Ella frunció el ceño levemente, como si hubiera reconocido la frase.

—He escuchado eso antes, tal vez lo leí.

—Sí, también lo he leído —respondió él, con una sonrisa cómplice.

Pero no necesitaban palabras complicadas para expresarse, porque lo que sentían era claro. Estaba feliz aquí, y esperaba que ella también lo estuviera. Después de todo, el amor entre ellos era lo único que aún parecía real en un mundo que se desmoronaba.

—Entonces, ¿vamos a desayunar? —preguntó Mayra, con una sonrisa que no dejaba espacio a la duda.

—¿Y Gustavo? —él respondió, con una ligera preocupación.

—Suele despertarse más tarde —contestó ella, riendo suavemente.

Él se levantó, se estiró y respiró profundamente, aunque el aire en la casa no ayudaba a sentirse con energía. Sin embargo, al menos en ese momento, sentía que podía tener el mundo en sus manos, aunque no valiera casi nada hoy en día.

Cuando llegó a la cocina, encendió el televisor. La propaganda estatal se desplegó en la pantalla. Mayra, mientras tanto, tomó su píldora con rapidez y le acercó la suya. Él extendió la mano, pero ella la esquivó y la dirigió directamente hacia su boca. Ambos rieron hasta que el llanto de Gustavo los interrumpió. Mayra fue a atenderlo con rapidez, como siempre.

La publicidad estatal terminó, y ahora podían ver los dos canales disponibles: los noticieros controlados por el gobierno o el canal infantil, donde una animación mostraba una versión manipulada de la historia de su planeta. Mayra regresó a la cocina y se sentó a su lado mientras amamantaba a su hijo, arrullándolo mientras hacía trompetillas con la boca.

—Hoy partió una nueva flota de cohetes con destino a los planetas colonizados. Los tripulantes aseguran que buscan una mejor vida en las prometedoras tierras de los confines del universo —anunció la televisión con su tono monótono.

Mayra sonrió al escuchar la noticia, y él no entendió por qué.

—Algún día, amor mío, iremos a una luna. Tal vez a un planeta matriz o a la colonia principal —dijo ella, con una confianza que él deseaba compartir.

—¿Tú crees, Mayra? —preguntó él, aunque una parte de su ser ya lo sabía.

—Claro que sí, estamos destinados a ser felices —respondió ella, como si no hubiera nada que pudiera detenerlos.

Él sonrió, sintiendo que ella siempre sabía qué decir para calmar sus temores.

—Es irónico que nos llamen territorio capital, ¿no crees? —dijo él, observando los titulares.

—¿Por qué? —respondió ella, curiosa.

—Porque somos la única parte de la tierra que está habitada. Todo lo demás son solo vestigios de lo que alguna vez fuimos —dijo él, con una mezcla de amargura y reflexión.

—Tienes razón en eso —admitió Mayra—. Pero, de alguna forma, me hacen sentir el centro de atención.

—Tal vez debas postularte para gobernar la Tierra. Todos los gobernantes terminan emigrando al final de su mandato de dos años —comentó él, con una risa amarga.

—¿Corrupción? Supongo que se llamaría aprovechar la oportunidad para escapar de este infierno —respondió Mayra, divertida, aunque ambos sabían que esos cargos eran inalcanzables para ellos. Se necesitaba una gran cantidad de créditos para financiar una campaña decente, algo que estaba fuera de su alcance. Aunque siempre se postulaban dos candidatos y, en cada elección, ganaba el perdedor de la anterior. Era una mafia controlada por quién sabe quién.

La televisión siguió con su propaganda:

—En otras noticias, la cantidad de despidos ha aumentado desde que los dueños de las empresas han donado sus propiedades a extraños. La falta de formación en administración y visión para los negocios está jugando en contra de los nuevos propietarios. En una entrevista, uno de los exdueños de estas fábricas dio a entender que no le importa lo que suceda con sus pertenencias, pues ya tienen su pasaje a una colonia.

El dinero, en su forma más pura, parecía tener un poder limitado. Los créditos terrícolas no tenían valor fuera de la Tierra, ni siquiera en las lunas o en los planetas cercanos; solo eran útiles aquí, donde circulaban entre las mismas personas. No aumentaba, simplemente daba vueltas en un sistema cerrado. La riqueza se acumulaba en las manos de unos pocos, mientras que los demás debían conformarse con las migas. A pesar de los millones de créditos que uno pudiera tener, la probabilidad de que un transbordador fallara era del siete por ciento, y si eso ocurría, uno quedaba varado en el espacio, sin saber por cuánto tiempo. El dinero no garantizaba escapar de ese lugar.

Mayra observó a Gustavo, quien ya había terminado de mamar. Ella acomodó su polo, se levantó de la silla, tomó una píldora para bebés y, al sentarse nuevamente, partió la gragea por la mitad, dejando caer su contenido en la boca de su hijo. Gustavo la aceptó sin protestar, disolviendo la píldora con su saliva. Él, en un impulso que no pudo controlar, revoloteó el cabello del niño con su mano, sintiendo una oleada de alegría. Luego dirigió su mirada hacia su esposa, quien sonrió, alternando su atención entre él y su hijo.

—¿Deberíamos revisar el correo ya? —preguntó él, quebrando el silencio.

—Démosle un día más, ¿sí? —respondió Mayra, con calma.

—¿Estás segura?

—Con toda esta crisis, creo que lo mejor es darle un poco de tiempo al reclutador y no presionarlo. Estoy segura de que nos lo agradecerá.

—Tienes razón.

Él respiró hondo, acostumbrándose lentamente al aire pesado del lugar. En menos de un día, ya parecía casi natural para él, como si siempre hubiera sido su hábitat. Un silencio cómodo llenó la habitación. Mayra y Gustavo también callaron, mientras el televisor seguía emitiendo noticias a las que él no prestaba atención, pues eran las mismas de todos los días.

—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó él.

—¿Qué crees que hago todo el día mientras no estás? —respondió ella, con una ligera sonrisa.

—No se me ocurre absolutamente nada.

—Nunca pensé en eso. Debes morir de aburrimiento aquí.

Él sabía que no era fácil mantener un hogar impecable cuando no se podía cocinar, ni hacer nada fuera de lo común. El lugar estaba diseñado para protegerlos de todo lo que el exterior pudiera arrojarles. La única actividad dentro del hogar era cuidar a Gustavo.

—¿Nos cercioraremos de que el niño esté bien hasta que anochezca? —preguntó él.

—Es una idea tentadora, pero es un bebé bastante tranquilo.

—¿Entonces?

—Relájate. Solo piensa en lo que te gustaría hacer cuando las cosas mejoren.

Él pensó por un momento, sonriendo con algo de ironía.

—Qué no haría… Supongo que uno de mis mayores deseos es respirar aire cien por ciento limpio. Debe ser un deleite para las fosas nasales y los pulmones. Quizá pintar un cuadro, aunque nunca he tocado un pincel ni visto una pintura, solo he leído sobre ellas. Pero suena como una actividad fabulosa.

—Puedo ver que sí tienes un sueño.

—Supongo que todos tenemos uno.

—Es cierto. ¿Cuál es el mío?

—Eso es sencillo —dijo él, sonriendo.

—Lo que más quieres es escuchar una pieza de vals y bailarla.

—No, ese no es.

—Intenta engañarme.

—Claro que es ese.

Mayra se rió, incapaz de sostener su mentira, y cerró los ojos, haciendo el gesto que siempre lo había cautivado.

—Está bien, sí es eso. Solo imagina cómo debe ser bailar un vals vestida con esos vestidos rimbombantes.

—Debe ser genial.

Ambos sonrieron. Era una de esas rarezas que mantenían vivo el amor entre ellos, las pequeñas tonterías que se compartían.

—¿Cuál es mi sueño? —preguntó él.

Ella sonrió aún más, como si estuviera a punto de revelar algo importante.

—Justo quería hablarte de eso.

Él la miró, confuso.

Mayra le pasó al niño y se levantó de la mesa. Caminó hacia la habitación y volvió en un momento, sosteniendo algo detrás de su espalda. Se acercó y le pidió que cerrara los ojos.

Él sonrió y obedeció, sintiendo que algo grande estaba por suceder.

—Ahora sí, puedes abrirlos.

Abrió los ojos y vio un par de hojas arrugadas y un lapicero de tinta negra frente a él. Se quedó estupefacto.

—¡Ta-da!

Cerró los ojos otra vez y sonrió, sintiendo que las lágrimas no caían, pero una sensación cálida lo invadió.

—El sofá valía más de lo que pensábamos, así que el reclutador me lo cambió por sus servicios y esto. Sé que no es mucho, pero…

Lo abrazó sin dejar de sostener a Gustavo, y Mayra se quedó en silencio, disfrutando del momento, igual que su hijo, quien movió sus manos como si intentara imitar lo que estaban haciendo. Él la soltó y la miró a los ojos, luego se dirigió a Gustavo y besó su cabeza. Levantó la mirada y besó la frente de su esposa.

—Entonces… ¿sí te gustó?

—¿Tú qué crees?

Mayra cargó a Gustavo y él tomó el lapicero con su mano izquierda, la más cómoda para él. Acercó una hoja y sintió un poco de miedo de estropearla. Miró a su esposa y ella asintió con la cabeza, dándole confianza. Imaginó algo y trató de plasmarlo en el papel. Sus trazos fueron torpes, pero de alguna manera, lo hizo con todo su corazón. Cuando terminó, miró su creación y sonrió.

—Es la primera vez que veo un dibujo tan bonito.

—No exageres.

—Es el mejor dibujo de un árbol que jamás he visto en vivo y en directo.

—Eres tú.

—Oh…

Ambos se rieron, y por un instante, todo parecía estar en su lugar.

—Pensé que lo primero que debía dibujar debía ser lo que más quería y, bueno, ya sabes el resto.

Mayra no dijo nada más. Solo lo besó, lentamente, de manera apasionada, como si estuviera transfiriéndole energía. El beso terminó y ambos se miraron a los ojos, sonriendo, mientras observaban la hoja que él había dibujado. Aún quedaba mucho espacio para seguir practicando.

Él despertó con un suspiro, como si su cuerpo se resignara a enfrentarse al día, repitiendo el ritual de siempre: caricias, besos y los pequeños gestos cotidianos, hasta que el niño les recordó que era hora de alimentarlo. Mayra se levantó de un salto, lista para atender a Gustavo, mientras él permanecía en la cama, sumido en sus pensamientos. La culpa lo invadía por disfrutar de las mañanas, sabiendo que mañana cortarán el suministro de oxígeno a quién sabe qué hora. Sin embargo, se decía a sí mismo que no estaba mal sentir algo de éxtasis en un final inminente. Suspiró y observó a Mayra mientras ella se acomodaba a su lado para amamantar a Gustavo. Ella sonrió, a pesar de todo.

—¿Estás preocupado? —le preguntó ella, notando su tensión.

—Un poco —respondió él.

—¿Por?

—Es que no recuerdo dónde guardas las píldoras.

Mayra rió suavemente. Él también sonrió, aliviado de que sus miedos no la preocuparan demasiado. No soportaría verla decaída.

—Están en el pote de la cocina que dice "píldoras".

—¿Ah, sí? ¿Así de obvio?

—Así de obvio, señor ciego.

Se rió, ella también. Aunque ambos sabían que las cosas estaban mal, también había una chispa de luz en esa oscuridad compartida. Se levantó de la cama, estiró su cuerpo y respiró profundamente antes de dirigirse a la cocina. Al llegar, vio el recipiente de las píldoras, junto al de las píldoras del bebé y las pastillas hidratantes. Era difícil no notarlas, ya que eran lo único que destacaba en la vacía cocina. Tal vez no era apropiado llamarla cocina, si solo guardaban allí las píldoras alimenticias, pero al menos le daban un toque de espíritu hogareño. Tomó las píldoras necesarias y regresó a la habitación. Allí, vio a Mayra jugando con Gustavo, quien parecía satisfecho.

Se acercó, le dio la píldora a Mayra en la boca sin que ella lo notara, luego le pasó la pastilla H2O, antes de tragar las que había traído para él. Mayra acomodó al niño boca arriba, como si supiera que ese era el siguiente paso, y él abrió la píldora por la mitad, derramando su contenido en la boca de su hijo.

—Si solo nos hidratamos con pastillas, ¿la leche materna sigue siendo líquida? —preguntó él, curioso.

—Me pregunté lo mismo una vez —respondió Mayra—, pero ya no es tan líquida. Es casi como una pasta.

—¿No duele?

—Al principio lo hacía, pero parece que me he acostumbrado.

—¿Segura?

—Claro que sí.

Ella sonrió, como si lo que decía fuera lo más común del mundo. Aunque, en realidad, no lo era. Los pocos libros que había leído en la escuela le confirmaban que esa no era la norma. Pero, claro, supuso que lo normal había cambiado, igual que el mundo.

—¿Reviso el correo?

—Aún es muy temprano.

—¿Segura? Deberíamos saber qué está ocurriendo con nuestro destino.

—¿Tan impaciente estás? Seguro que hay una buena noticia ahí.

—No lo sé, querida.

—¿Alguna vez no he tenido razón?

Él sonrió, sabiendo que, en el fondo, ella siempre lograba transmitirle algo de calma, aunque no siempre tuviera razón.

—Estoy seguro de que debe haber un momento en el que no la tuviste.

—¿Recuerdas cuando te dije que debíamos empezar a ahorrar?

—Me hiciste cambiar el servicio de aire de cincuenta a treinta por ciento limpio.

—Pero valió la pena, ¿no?

—Quién iba a pensar que nuestro hijo se infectaría con el virus de Lerner.

—Gracias a los ahorros pudimos pagar el tratamiento y ahora está creciendo fuerte y sano.

Sonrió, y Mayra hizo lo mismo. Esa enfermedad pudo haberles arrebatado a su hijo si no se hubiese tratado a tiempo. La medicina era cara, especialmente porque dependían de importaciones de otras colonias; la Tierra ya no tenía los recursos para producir suficiente. Mayra había insistido tanto en ahorrar a costa de un aire menos puro, y al principio él se había negado. Sin embargo, la insistencia de ella había terminado por convencerlo. Algo en sus ojos, ese brillo que transmitía seguridad, lo había hecho ceder. Y ahora, al mirarla, veía ese mismo brillo.

Suspiró y tomó el teléfono que estaba en la mesa junto a la cama.

—¿Lista?

—¿Es tan necesario hacerlo ahora?

—Sabes que si no consigo un empleo, no me darán un préstamo para pagar el servicio de aire.

Era cierto. El único requisito para acceder a un préstamo era tener trabajo, lo que significaba que vivían esclavizados durante años, sin poder ahorrar, pero al menos tendrían tiempo para ahorrar algún día, si es que sobrevivían. Él cerró los ojos con fuerza y pasó su mano por su cabeza, acariciando su cabello. Estaba listo.

—Ahí voy —dijo.

Ella lo observó con una sonrisa que parecía no decaer, como si nada pudiera alterar su ánimo.

—Está bien, pero cierra los ojos antes de ver las respuestas.

Él sonrió y la obedeció. Pulsó el buzón de mensajes y cerró los ojos inmediatamente. Esperó unos segundos antes de abrirlos, sintiendo una mezcla de emoción y ansiedad. Abrió los ojos y vio cuatro mensajes, los cuales le dieron cierta esperanza. Abrió el primero, pero solo era un agradecimiento por postular, sin ninguna oferta.

—Esa empresa no te convenía, las otras se ven mucho mejor —dijo Mayra, con una sonrisa tranquilizadora.

—Todas las compañías ofrecen exactamente lo mismo.

—¿Tú crees?

Ella le sonrió, dándole confianza, aunque su ánimo permanecía igual, a pesar del rechazo. Abrió el siguiente mensaje, y fue un rechazo casi idéntico al primero. Pasó al tercero, que también tenía una forma sutil de rechazarlo. Tragó saliva y miró a Mayra. Ella le hizo un gesto, como si le estuviera dando fuerza para abrir el último mensaje. Él se sintió abrumado por la presión.

—Estoy contigo, ¿sí?

Esas palabras fueron lo único que necesitaba para decidirse a abrir el último mensaje. Respiró profundo y lo leyó. Aunque el mensaje lo halagaba, al final lo rechazaban, igual que los demás. Suspiró, resignado a lo que viniera, y Mayra lo abrazó en silencio, intentando consolarlo sin palabras. Tal vez sabía que prefería el silencio en ese momento.

—Ni siquiera hay compradores para el tanque. Esperaba que alguien se interesara en él.

Un sonido casi imperceptible llamó la atención de Joaquín. Un nuevo mensaje había llegado al buzón, y, por alguna razón que no lograba comprender del todo, se sintió inexplicablemente emocionado. Era como si su expectativa hubiera alcanzado su punto máximo, como si ese mensaje fuera el definitivo, el que le aseguraba el puesto de trabajo que necesitaba para conseguir el préstamo y así poder pagar el aire.

Mayra, que siempre lo observaba con esa calma peculiar, le sonrió, tan emocionada como él. Ella lo conocía demasiado bien.

—Ábrelo —dijo ella, su voz suave, casi con un tono de esperanza.

Joaquín asintió, sin decir palabra, y, con un suspiro profundo, abrió el mensaje. La emoción en su pecho se disipó de inmediato al leerlo. Era un mensaje de la compañía de aire, con la noticia fría y directa de que el servicio se cortaría al día siguiente. No había una opción de apelar, ni siquiera una palabra de consuelo. La realidad le golpeó en el rostro con fuerza: nada podría salvarlos.

Joaquín cerró los ojos y un escalofrío recorrió su cuerpo. La sensación de ahogo fue instantánea, como si el aire en la habitación se hubiera vuelto denso y difícil de respirar. En su pecho, una presión creciente lo hacía sentir como si estuviera a punto de colapsar. ¿Cómo había llegado a este punto? La culpa le pesaba, sabiendo que había condenado a Mayra y a Gustavo a lo que él sentía como una sentencia de muerte.

Mayra, por el contrario, no mostró signos de desesperación. Su expresión seguía siendo serena, como si el caos que se desmoronaba alrededor de ellos no fuera más que una tormenta que sabían cómo atravesar.

—Todo va a estar bien, ¿sí? —le dijo, su tono suave, tan lleno de confianza que, por un instante, Joaquín dudó de la realidad misma.

A pesar de todo, él no pudo evitar preguntarse cómo lograba ella mantener esa calma en medio de la tormenta. La respuesta siempre era la misma: su secreto. Sin embargo, Joaquín no podía entenderlo. Si él fuera como ella, tal vez todo sería diferente.

—¿Cómo haces para ser tan estoica? —preguntó, mirando sus ojos con una mezcla de asombro y frustración.

Mayra sonrió y le acarició el rostro, como si esas palabras fueran lo único que necesitaba para volver a sentir que todo podía seguir adelante.

—Ese es mi secreto —respondió con una tranquilidad que Joaquín envidiaba.

A pesar de su creciente desesperación, él no pudo evitar sentir algo de paz en su interior. Ella siempre lo hacía sentir que, de alguna manera, todo iría bien. Pero, por dentro, Joaquín sabía que esa paz era solo una ilusión momentánea. La lucha por sobrevivir no cesaba. El aire escaseaba, las oportunidades se desvanecían y la realidad se volvía cada vez más inalcanzable.

Joaquín tragó saliva, o lo que fuera que su boca produjera, mientras respiraba profundo. Cerró los ojos, y en ese instante sintió que Mayra hacía lo mismo. Pero cuando los abrió, ella le sonrió.

—¿No estás triste? —preguntó Joaquín, su voz quebrada, como si las palabras mismas pesaran demasiado.

—No tengo motivos para estarlo —respondió ella con una calma desconcertante.

—Pero vamos a morir —dijo él, la realidad de la situación apretándole el pecho.

A pesar de la gravedad de sus palabras, Mayra lo miró sin inmutarse, como si todo eso fuera solo una parte más del camino que ya habían recorrido juntos.

—Aun así, cumpliste todo lo que te pedía —añadió ella, con una suavidad que contrastaba con la dureza del momento.

—Pero no pude darte todo —su voz se quebró, aunque no había lágrimas en sus ojos.

—Tontito, me diste todo —dijo ella, y aunque las palabras fueron simples, en ellas estaba el mundo entero. Joaquín no entendió completamente lo que ella quería decir, pero sintió una punzada en su pecho, como si algo dentro de él estuviera llorando, aunque sus mejillas permanecieran secas. Era como si su alma estuviera en medio de un llanto que no podía ser contenido.

—¿Recuerdas que te dije que estábamos destinados a ser felices? —preguntó ella, su voz llena de una tristeza resignada, pero también de una ternura profunda.

—El destino puede ser cruel a veces —dijo Joaquín, y por un momento pensó que no había forma de entender lo que estaba sucediendo.

—Pero nos dio la felicidad en medio de este infierno llamado Tierra —respondió Mayra, mirando a su esposo con una sonrisa ligera, aunque teñida de melancolía.

Joaquín se quedó en silencio por un momento. Tal vez tenía razón. Tal vez, después de todo, su razón para seguir luchando siempre fue ella.

—Fui feliz contigo desde que nos conocimos —dijo Mayra, con una mirada tan intensa que Joaquín sintió que el tiempo se detenía. —Por eso decidí quedarme a tu lado y no irme con ese idiota que me buscaba tanto.

Joaquín sonrió, incapaz de evitarlo. Era increíble lo fácil que le resultaba sentirse mejor solo con sus palabras.

—Te amo, Joaquín. Eres lo mejor que me ha pasado —le dijo, y a pesar de que sus palabras sonaron como un susurro, Joaquín las sintió como una verdad eterna.

Y aunque su alma lloraba en silencio, Joaquín no podía evitar sentir que, de alguna manera, las cosas no estaban tan mal. Su tristeza era profunda, sí, pero sabía que, de alguna forma, Mayra también se sentía bien. Y eso le daba una sensación extraña de paz.

—Yo también te amo, Mayra. Nunca pude, ni podré imaginar un mundo sin ti —dijo él, y aunque sus palabras sonaron simples, el peso de la verdad que encerraban fue suficiente para calmar un poco su angustia.

Mayra le sonrió y lo besó sin importar lo que sucediera, pero el sonido de la risa de Gustavo interrumpió ese momento. Una risa pura, alegre, que hizo que Joaquín se sintiera aún más completo, como si todo tuviera sentido, a pesar de todo.

—¿Podemos abrazarnos hasta que llegue el fin? —preguntó Mayra, su voz suave, pero con un tono que reflejaba la aceptación de lo inevitable.

Joaquín la miró y asintió. Sin embargo, al ver ese brillo en sus ojos, algo dentro de él se despertó. Recordó algo que podría ser la solución a uno de sus problemas. Se levantó de la cama sin previo aviso, llamando la atención de Mayra.

—¿Todo bien? —preguntó ella, con preocupación en la voz.

—Solo dame un momento —respondió él, con la determinación renovada en sus ojos.

Fue a la sala y buscó el tanque de oxígeno que le habían dado al despedirse. Tomó la mascarilla y todo lo necesario para utilizarlo. Luego, cogió el lapicero y el papel que Mayra le había regalado, y regresó al cuarto. Mayra lo observó, con una sonrisa que ya no reflejaba esperanza, pero sí una resignación tranquila.

—¿Por dos horas más juntos en las que puedas demostrarme todos tus dotes artísticos? —dijo, levantando la mano como si brindara con él.

Joaquín sonrió, sabiendo que las cosas no serían tan sencillas. Pero no importaba. Lo que importaba era que aún tenían algo que compartir.

—Este tanque tiene una duración de seis horas en adultos y de cuatro horas en infantes, ¿no? —preguntó él, con un leve tono de duda.

—Eso dicen las indicaciones —respondió Mayra.

—Y, una vez corten el aire, revisarán la casa en un plazo de dos a tres horas, ¿verdad? —dijo Joaquín, ya entendiendo que su plan comenzaba a tomar forma.

Mayra lo miró y, al comprender de inmediato, se levantó de la cama y lo abrazó.

—Espero que funcione —dijo, con una esperanza que aún se mantenía intacta a pesar de la gravedad del momento.

—Funcionará —respondió él, con convicción.

Tomó una hoja de papel, el lapicero y respiró profundo. Cerró los ojos con fuerza, y, cuando los abrió, escribió:

"El niño se llama Gustavo. Por favor, ayúdalo. Joaquín y Mayra."

Contuvo la respiración, sabiendo que aceptar su muerte no significaba que hubiera dejado de temerla. Mayra lo miró y asintió con la cabeza. En silencio, ambos sabían lo que estaba en juego.

—Faltan menos de cinco minutos —dijo ella, con la misma tranquilidad que siempre.

Joaquín la miró, triste, pero también con coraje. Los dos sabían lo que venía. Colocaron la mascarilla a Gustavo, pero aún no dejaron que el oxígeno corriera.

—Muy bien, pequeño, este es el aire más puro que vas a respirar hasta ahora —le dijo Joaquín, sonriendo con una ternura profunda. —Tienes suerte, porque nosotros no hemos respirado más del cincuenta por ciento limpio.

Mayra se rió, y él también, como si, en medio de la oscuridad, aún pudieran encontrar algo de luz. A pesar de todo, Joaquín sentía que había dado todo lo que podía, y eso lo hacía sentirse un poco mejor.

Bajo la máscara de oxígeno, él besó la frente de su hijo, quien lo miró con esa inocencia que solo un niño puede tener. Mayra hizo lo mismo, luego lo abrazó, y Joaquín, sintiendo una paz extraña, le dijo:

—Gracias por elegirme.

—Gracias a ti por no irte —respondió Mayra, abrazándolo con fuerza.

—Jamás lo haría —dijo él, y sonrió por última vez, cerrando los ojos.

Tomó a Mayra de la cintura con una mano, y con la otra, la mano izquierda de ella. Suspiró profundamente y comenzó a tararear lo primero que le vino a la cabeza.

—¿Qué haces? —preguntó Mayra, divertida a pesar de la tristeza.

—Canto un vals para bailar contigo. ¿Me concedes esta pieza?

—No creo que así sean los vals —respondió Mayra, con una sonrisa.

—Entonces será nuestro vals.

—Si es así… entonces adoro esta canción.

Y, juntos, comenzaron a dar vueltas por la habitación, mareados por los giros, pero tal vez no solo por ellos. Sin soltarse el uno al otro, se acercaron a Gustavo, activaron el tanque de oxígeno, y se aseguraron de que estuviera funcionando. Joaquín acarició los pocos cabellos de su hijo y sonrió. Mayra y él se abrazaron, mientras un vacío extraño le llenaba el pecho.

Él la besó, y ya no tarareó más. No sintió fuerzas para mantenerse de pie. Cayó al suelo, y Mayra también lo hizo. Se miraron a los ojos y sonrieron, sin saber exactamente por qué. Ella movió los labios, pero no emitió sonido alguno. A pesar de eso, Joaquín supo lo que le decía. Y él intentó decirle lo mismo.

Ella sonrió, casi imperceptible, mientras él cerraba los ojos por última vez. No sintió el suelo bajo sus pies, pero sabía que Mayra todavía tomaba su mano. Tal vez estaban volando, en el aire que ya no tenían. Y en ese momento, Joaquín entendió que, aunque todo hubiera llegado a su fin, vivir valió la pena. Porque vivió todo el tiempo con ella.