miércoles, 10 de mayo de 2023

LA MECEDORA DE LOS SUEÑOS ROTOS. (Relatos)

Aquel día, Lisa se despertó antes de que saliera el sol, como llevaba haciendo durante veinte años. Se vistió deprisa con unas zapatillas deportivas y un chándal. Hacía mucho tiempo que no se arreglaba para salir a la calle. En realidad, ni siquiera salía a ningún sitio. Al volver del trabajo, pasaba por el supermercado, hacía las compras necesarias y después se encerraba en casa hasta el día siguiente.

Salió de su habitación en penumbras. Conocía cada rincón de su pequeño apartamento mejor que la palma de su mano. El salón era una estancia sin grandes pretensiones: un sofá cama frente a un televisor anticuado sobre una cómoda, una mesa con cuatro sillas que separaba el salón de la cocina —equipada apenas con lo indispensable—, y frente a ella, en la otra pared, la única ventana del piso. Por desgracia, daba a un callejón trasero. El único paisaje visible a través de ella eran dos contenedores de basura. Aunque, de vez en cuando, si se sentaba en la vieja mecedora colocada justo bajo esa ventana, podía ver la luna. "La mecedora de los sueños rotos", la llamaba ella.

Cruzó el salón y entró al baño. Abrió el grifo del agua caliente y esperó a que saliera limpia. Después de acicalarse, se secó el rostro con una toalla y se observó en el espejo. Su piel ya estaba marcada por las primeras arrugas de los cuarenta, y sus ojos, azules como el cielo, habían perdido el brillo desde hacía tiempo.

Mientras se cepillaba el cabello, recogiéndolo en una coleta alta, pensó que su figura se había encorvado por los años de trabajo en la embotelladora. Su melena negra, de la que solía sentirse tan orgullosa, también había comenzado a tornarse gris.

Ató su cabello con una goma elástica y salió del baño en busca de su bata de trabajo. Cruzó de nuevo el salón y volvió a su habitación. Allí, tras la puerta, colgada en su lugar habitual, la encontró. Se la puso de forma automática. Lisa era una mujer de costumbres, como un reloj cuyas agujas recorren siempre el mismo camino. Cuando algo rompía su rutina, se sentía perdida.

Salió de casa y se dirigió al trabajo. Las calles estaban desiertas y apenas iluminadas por las farolas. Solo el lejano chirrido del camión de la basura rompía el silencio. Al llegar a la calle de la fábrica, notó algo distinto. Llevaba tanto tiempo recorriendo ese camino que conocía cada adoquín, cada piedra, cada farola… Y allí, bajo el banco de la parada del autobús, alguien había dibujado una silueta con tiza.

Frunció el ceño, extrañada. Se acercó para observarla mejor. No era un dibujo muy logrado, nadie más la habría reconocido. Pero ella sí. Llevaba un traje gris oscuro, el mismo que usó el primer día en la fábrica. El cabello negro le caía sobre los hombros y sostenía un libro abierto. Estaba leyendo, sentada en una mecedora idéntica a la suya: la mecedora de los sueños rotos.

Perpleja ante algo tan absurdo como inquietante, se quedó de pie recordando aquel primer día: el cabello suelto, la bata en la mano, los tacones firmes sobre la acera, y la mirada coqueta que lanzaba a los escaparates. Entonces aún se sentía atractiva; caminaba con paso seguro y gestos elegantes.

El chirrido del camión de la basura la devolvió a la realidad. Volvió a caminar, esta vez con pasos lentos y cansados. Lisa ya no era joven ni hermosa. Sus ojos, sus manos y sus huesos estaban agotados.

La jornada fue más larga y tediosa de lo habitual. No podía dejar de pensar en el dibujo y en todos los recuerdos que había despertado. Cuando llegó al apartamento por primera vez, pensó que aquel lugar era temporal. Soñaba con un trabajo mejor, una pareja, una casa con niños. Con el tiempo empezó a detestar su empleo, la bata azul que debía ponerse cada mañana, y aquel apartamento diminuto que parecía pensado para dos personas. Al principio, había en su dormitorio una enorme cama matrimonial con dos mesitas de noche. Se deshizo de todo. En su lugar colocó una cama individual, un escritorio y tres estanterías. En ellas estaban los únicos amigos que le quedaban: Johanna Lindsey, Janet Chapman, Sherrilyn Kenyon.

Esa noche, Lisa no logró conciliar el sueño. Finalmente se levantó y se sentó en la mecedora. Hacía tiempo que se había prometido no dormir más allí: sus huesos ya no aguantaban la postura. Se dijo que volvería a la cama antes de quedarse dormida. Pero se balanceó mientras miraba la luna, como tantas veces antes.

En el pasado, solía leer novelas románticas en esa mecedora hasta dormirse, soñando que era ella la protagonista. Ningún sobresalto alteraba aquellos momentos de felicidad… salvo el estruendo del camión de la basura, que la devolvía, cruelmente, a la realidad.

A la mañana siguiente, con el cuerpo dolorido, se maldijo por haber roto su promesa. Fue al baño y, al regresar para vestirse, notó que la bata no estaba colgada en su lugar habitual. “Lo que faltaba”, pensó. La buscó con fastidio hasta encontrarla sobre la mecedora. Se la puso con gesto molesto. El día no había empezado bien.

Al llegar a la parada, encontró un nuevo dibujo. Esta vez, su imagen era más precisa: el libro reposaba sobre su regazo, los ojos cerrados, el cabello con mechones blancos. Llevaba puesto el pijama. Parecía dormida. Lisa sintió que algo se le clavaba en el pecho. Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero justo entonces oyó el chirrido del camión. Se ruborizó, contuvo el llanto y apretó el paso. Al llegar al cruce, el camión se detuvo para dejarla pasar. El conductor, como siempre, saludó con la mano, y ella respondió con un nudo en el pecho.

Aquella tarde, pidió salir antes del trabajo por un fuerte dolor de cabeza. Se repetía una y otra vez las mismas preguntas: ¿Quién la estaba martirizando? ¿Quién era capaz de hacer algo así? No tenía enemigos… ni amigos. Solo algunos conocidos y los autores de sus libros. Ellos sí la habían acompañado. El pensamiento la hundió aún más. Apretó el paso mientras una lágrima resbalaba por su mejilla. Pensaba en cuántas veces se había dormido así, tal como la mostraba el dibujo, sin más compañía que personajes de papel.

Esa noche tampoco pudo dormir. Caminaba en círculos por el salón preguntándose si debía acudir a la policía. Pero… ¿Qué les iba a decir? ¿Qué alguien la dibujaba en la calle con tiza?

El ruido del camión de la basura la sacó de sus cavilaciones. Se sentó frente a la ventana. Necesitaba calmarse. Observó, hipnotizada, cómo los hombres hacían su trabajo mecánico: bajaban del camión, enganchaban los contenedores, los volcaban… y desaparecían. El único rastro que quedaba era el hedor de la basura. Igual que ellos, igual que el camión, igual que sus sueños. Lisa cayó rendida y se durmió profundamente.


Pero a diferencia de las noches que Lisa se había quedado dormida en aquella mecedora; esa noche no soñó con ninguna historia de amor, si no que fue transportada a un lugar todavía más lejano, un lugar donde para ella los cuentos de hadas y dragones todavía eran reales. Un lugar donde la televisión se veía en blanco y negro porque las imágenes en color todavía no habían llegado. Un lugar donde aquellos hombre eran "super-héroes" y no basureros. Su infancia...
"Llegaban en un camión que en aquel entonces a ella le parecía enorme. un camión todopoderoso, un super-camión del que salían unos brazos de hierro con los que cogían los contenedores enemigos y los alzaban en el aire mientras emitían ruidos terroríficos y estridentes, y un olor a podrido impregnaba la cálida noche de verano mientras el super-camión engullía toda la basura, la masticaba , y se la tragaba. Lisa y todos los niños del barrio aplaudían ante este gesto: el super-camión había ganado y vencido a los contenedores enemigos que volvía a dejar en el  mismo lugar una vez vaciados, los super-héroes subían en su máquina, decían adiós con la mano, y tanto Lisa como los demás dejaban de aplaudir para despedirse de ellos de igual manera. Entonces llegaba lo mejor; todos corrían tras el super-camión hasta que llegaba al siguiente contenedor, donde todos se quedaban allí de pie porque tenían prohibido alejarse demasiado del vecindario. Y con las manos apoyadas en las rodillas y respirando entre jadeos a causa del esfuerzo de correr, Lisa veía como los super-héroes volvían ha hacer lo mismo con los otros contenedores. Después, el camión se iba haciendo cada vez más pequeño mientras se alejaba. Peo eso no importaba, porque al día siguiente en el mismo lugar y a la misma hora, los "super-héroes" volverían a derrotar de nuevo a los contenedores enemigos.

    Aquella mañana cuando Lisa llegó a la la calle de la fábrica vio que el retrato no era en mismo; su cabello era blanco, vestía la bata azul marino, pero la mecedora no estaba; ella estaba de pie. ¿Quién la estaba espiando? O mejor dicho...¿Quién la había espiado durante tantos años? Prosiguió su camino pensando que quien quiera que fuese conocía bien sus costumbres. Ningún pensamiento perturbó su mente durante aquella mañana, sino una cierta curiosidad por saber como acababa aquella historia. Quien quiera que fuese la persona que la espiaba era buena observadora, pues conocía sus gustos, su quehaceres y hasta los detalles de su rostro. Decidida se dirigió al lugar donde alguien la dibujaba convencida de que ese alguien intentaba decirle algo. Pero el dibujo ya no estaba. Alguien había hecho en el asfalto una buena labor de limpieza. 

    Por la tarde Lisa quiso romper su rutina y al pasar por el supermercado compró una botella de vino. Al llegar a casa se sentó en la mecedora de los sueños rotos. Ningún pensamiento nublaba su mente aquella noche, sino que se encontraba en un estado de paz inigualable. Como todos los días, Lisa escuchó el lejano ruido del camión de la basura que se acercaba al callejón. Su cuerpo no se inmutó, ni tan siquiera su rostro movió ni un solo músculo. Pero sus pupilas brillaron sonriendo cuando tras el cristal de la ventana vio llegar el camión de a basura con sus luces intermitentes, sus ruidos y sus olores, que ya no eran ni tan estridentes, ni tan amargos. Los tiempos habían cambiado incluso para las máquinas, y ahora las hacían más silenciosas.
    Entonces los hombres bajaron del camión y mientras Lisa miraba como los trabajadores hacían su rutina nocturna al igual que todas las noches. Las lágrimas salieron de sus ojos con la fuerza de un volcán reprimido durante mucho tiempo que por fin llega a su erupción, y rápidamente se deslizaron por sus mejillas sintiendo en su rostro el frío y a la vez la calidez de estas, lloró lo que jamás hubo llorado y mientras lo hizo dejó que sus suspiros expulsaran todo lo que había mantenido en silencio, porque su cuerpo, sus sentidos, y su sistema inmunitario nunca la dejaron mostrar, ni tan siquiera una pizca de cuanto guardaba en su interior. Y mientras las lágrimas bajaban por sus mejillas, supo que ya no estaba sola. Que, de alguna forma, alguien la había visto, la había entendido. Y por primera vez en mucho tiempo… sonrió.
Cuando terminó de llorar no sabía cuanto tiempo había concurrido desde que el hombre, antes de continuar con su rutina nocturna, había dejado un libro entre los contenedores y se había despedido de ella con la mano como hacía todos los días cuando se cruzaba con ella por las mañanas Y había dejado de hacer en su rutina nocturna, porque Lisa había dejado de sentarse en la ventana desde hacía mucho tiempo. Tras secarse las lágrimas del rostro con las palmas de las manos, cogió la copa de vino, sorbió despacio todo su contenido intentando recuperar la compostura, y se dirigió a la calle para recuperar el libro del suelo.
Entró de nuevo en casa, se sirvió otra copa de vino y se sentó en la mecedora con el libro en la mano.
Se sorprendió al ver el artesanal trabajo que el hombre con meticulosa paciencia había creado, el libro era un manuscrito de impecable caligrafía y sus hojas estaban cosidas a mano. Volvió a cerrar el libro para estudiarlo: "Viejas historias de amor" se titulaba , y apenas se notaba que estaba manipulado; las tapas eran de cartón fino revestido con tela de color carmesí, donde el título estaba pintado a tempera de color oro. Abrió el libro y empezó a leerlo curiosa. "Cada mañana, Lisa se levantaba..."

    La lectura del libro la mantuvo despierta durante toda la noche, estaba casi amaneciendo cuando Lisa cerró el libro y se dio cuenta de que le costaba respirar a causa de las lágrimas. Apuró la última copa de vino y se levantó de la mecedora para recoger sus cosas.
Estaba terminando de hacer los quehaceres domésticos cuando los primeros rayos del sol entraron por la ventana. Todavía con el pijama puesto se sentó en la mecedora y empezó a balancearse mientras sonreía al pensar, que en tantos años era la primera vez que no acudía al trabajo, pero la lectura de esas historias le habían ocupado toda la noche.
Al principio todas las historias comenzaban de la misma manera: "Cada mañana, Lisa se despertaba antes de que saliera el sol para ir a trabajar...", pero después no continuaban igual. En las primeras historias del libro, ella era elegante, y su cabello era tan oscuro como la media noche. En las siguientes, las canas iban tiñendo su pelo, el brillo de su mirada iba desapareciendo, su figura ya no era esbelta...Eran veinte historias de amor que la describían a ella, narraban las costumbres que había ido adquiriendo, y al mismo tiempo mostraban como había cambiado su aspecto y su vida. Quien las había escrito conocía bien su vida con detalles. pero cada historia tenía un giro inesperado que no tenía que ver con ella: a la salida del trabajo, en cada historia, ella conocía a alguien de quien se enamoraba. Eran veinte historias con veinte maneras diferentes de como ella conocía al amor de su vida. Con un desenlace como los que leía ella en su juventud sentada en aquella mecedora. un final como el de los cuentos de hadas y princesas donde al fin se casaban y vivían felices. Pero a Lisa la historia que más le conmovió fue la última; ya no tenían tiempo de tener hijos, de casarse, de enamorarse..., ya no necesitaban mudarse a una casa más grande para ser felices, hacerse promesas de amor, o bailar la suave danza de la seducción. No cabía en la historia los celos o las discrepancias insignificantes de la convivencia. solo se tenían el uno al otro y las ganas de encontrarse.
Lisa se levantó de la vieja mecedora, cogió sus maletas y salió a la calle.
todavía era muy temprano y tan solo unos cuantos peatones caminaban por las aceras. El único ruido que se oía a lo lejos era el de el camión de la basura que se acercaba.
Lisa dejó el equipaje en el suelo y todavía con el pijama puesto dio un paso al frente.
El conductor del camión ni siquiera paró el motor del vehículo, sino que lo estacionó en el medio de la calle. se apeó y se encamino en dirección a Lisa que a su vez se dirigió a él. No les hizo falta decir ni una sola palabra. sus cuerpos quedaron pegados en un abrazo de infinita ternura y sus rostros humedecidos a causa de las lágrimas se buscaron para darse consuelo. sus miradas ya se conocían, pues se habían cruzado infinidad de veces y ya habían visto y observado todo cuanto tenían que ver el uno del oro. Así que sus labios quedaron mudos en un beso sin necesidad de darse explicaciones ni tampoco de la pasión. Pues tenían el tiempo suficiente para sentir la llama del amor y el deseo del uno por el otro.
No tenían ninguna prisa, pues tenían en sus manos todo el tiempo del mundo que les quedaba de vida para estar juntos.
 Ahora solo buscaban la calma, la tranquilidad y la paz; con la misma infinita paciencia que les había llevado a encontrarse. 

Relato publicado en 2014 bajo el nombre: Un día Cualquiera en :LETARGO: Relatos Inquietos. de Vanessa Sánchez soriano - Libros en Google Play
En 2024 publicado bajo el nombre La Mecedora de los Sueños Rotos en: RELATOS de Vanessa Sánchez Soriano - Libros en Google Play



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