La Navidad se acercaba. Para la mayoría, era una época de amor, sorpresas y momentos en familia. Pero para Jim, solo significaba una cosa: regalos.
Desde que tenía memoria, Jim esperaba con ansias esa noche mágica en la que Santa Claus le traía absolutamente todo lo que pedía. En su mundo, Navidad era sinónimo de recibir. “¡Todo lo que quieras puede ser tuyo esa noche!” decía con orgullo.
El único que no parecía disfrutarla tanto era Tim, su vecino. Tim vivía con lo justo, y aunque Jim lo invitaba siempre a sus fiestas, lo hacía solo para presumirle montañas de regalos, pasteles y juguetes. Tim asistía en silencio, viendo cómo el rostro de Jim se iluminaba y el suyo se apagaba poco a poco.
Pero esa Navidad sería diferente. Tim tenía un plan: esperar despierto a Santa Claus. Necesitaba respuestas.
Cada año, Jim recibía una lluvia de regalos. Él, en cambio, apenas una o dos cositas modestas. ¿Por qué? ¿Por qué alguien tan egoísta como Jim era recompensado, mientras él, que intentaba portarse bien, recibía tan poco?
“¿Será que Santa también es un clasista más, como todos los demás?”, pensó con rabia.
La Navidad se supone que es una época de amor, de justicia, ¿no?
Tim veía a sus padres trabajar sin descanso para poner comida en la mesa, mientras los padres de Jim vivían viajando por el mundo, mandándole regalos caros desde los lugares más lejanos. Él se entretenía construyendo juguetes con ramas y piedras. Jim, con drones, consolas y bicicletas nuevas.
Esa noche, la mamá de Tim había hecho un esfuerzo enorme: gastó todos sus ahorros para cocinar un buen caldo de pollo. Era su manera de celebrar.
Jim, por su parte, se paseaba por el vecindario contando que sus sirvientes le prepararían un pavo entero solo para él.
Desde la mirada de un niño que siempre ha vivido en la escasez, aquello no era justo. ¿Acaso él era el envidioso? ¿Sería por eso que Santa no lo quería? ¿Tal vez sí era un niño malo, como tanto temía?
El pensamiento le dolió. No quería ser como Jim. Quería ser diferente. Quería ser bueno.
Tim se echó a llorar, abrumado por la tristeza. Pero al secarse las lágrimas, recordó su plan. Solo Santa podía decirle la verdad.
La noche cayó, y Tim logró mantenerse despierto. En la madrugada, oyó ruidos en la sala. Se levantó corriendo y lo vio: Santa Claus, dejando un pequeño camioncito de madera.
—¿Por qué siempre me dejas esto? —preguntó con la voz quebrada—. ¿Por qué a Jim le das todo y a mí casi nada?
Santa lo miró con sorpresa.
—No entiendo a qué te refieres.
—¡Mira este regalo! ¡Seguro a Jim le vas a dar cosas mil veces mejores!
Santa abrió su saco, y Tim alcanzó a ver juguetes enormes, brillantes, carísimos.
—¿Lo ves? ¡No es justo! ¡Solo quieres a los niños ricos!
Santa asintió, en silencio.
—Ahora entiendo por qué lo piensas. Sí, a veces les dejo juguetes caros a los niños como Jim... pero eso no significa que ellos reciban lo mejor.
—¿Entonces por qué lo haces?
—Porque los niños buenos como tú, Tim, ya tienen algo que vale mucho más. Algo que Jim desearía con todo su corazón, pero no puede tener.
—No entiendo… él tiene todo.
—No. Él tiene cosas. Tú tienes algo que no se compra: el amor de tu familia. Tus padres darían lo que fuera por ti. Ese es mi regalo para ti, cada Navidad. En cambio, Jim pasa estas fechas con sirvientes. Sus padres casi nunca están. No puedo cambiar eso, así que lo único que puedo hacer es llenar su casa de juguetes, para que al menos no esté tan solo.
Tim se quedó en silencio. Por primera vez, entendió que los regalos más valiosos no siempre vienen envueltos en papel de colores.
Santa sonrió y le acarició la cabeza.
—Tú ya tienes lo mejor, Tim. No dejes que eso se te olvide.
Y con un guiño, desapareció por la chimenea.
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