lunes, 4 de agosto de 2025

La Becaria.(Hombres, Mujeres, Monstruos, y Viceversa)


Burrito en mano. Eso ponía en letras rojas en la bolsa de plástico semitransparente. Efectivamente, no podía ser más literal, porque ahí estaba yo sujetando en la mano derecha una bolsa que contenía un burro de carne de res deshebrada. Me faltaban menos de cinco cuadras para llegar al hotel y mi impaciencia empezaba a aflorar. Contuve el aliento cuando un skater derrapó a escasos metros de mí. Esquivé cabizbaja la curiosidad de un matrimonio de la zona rosa, que no esperaba encontrarse a una extranjera pasando apresuradamente junto al portal de acceso a su apartamento. Miré con severidad a la adolescente rubia que casi me atropella con su patinete recién alquilado.


Nada más cerrar la puerta de la habitación 306, lancé alborotadamente mi mochila, la sudadera y las gafas de sol sobre la cama. Tras apoyar con mimo la tibia bolsa sobre la tapa del inodoro, adopté el rictus de un cirujano que se enfrenta a una jornada interminable en el quirófano. Dejé que el agua corriese mientras untaba abundantemente mis manos con la pastilla de jabón. Para poder iniciar mi ritual secreto, era necesario alcanzar previamente la asepsia. Me senté en la silla junto al escritorio de mármol y empujé hasta la esquina superior izquierda de la mesa la máquina de café, las bolsas de infusiones y las tazas de loza blanca. El plato sobre el que estas se apoyaban me sirvió a su vez de apoyadero del burrito de carne que la moza del restaurante había desmembrado en dos trozos perfectamente simétricos. Cuidadosamente colocados en el centro del escritorio de mi habitación, los pedazos de burro parecían ahora dos gruesos cables pelados, de los que brotaba un popurrí de colores y texturas.


Comencé a masticar una de las porciones de forma obsesivamente pausada. No me permitía dar un nuevo bocado hasta que no constataba que había vuelto a fracasar en el reto de individualizar cada uno de los sabores de mi manjar. Me frustraba y a la vez me excitaba reconocer que era incapaz de saber si el regusto picante que cosquilleaba en mi boca lo había causado el pico de gallo o el guacamole.


“No se olvide de ponerme un poquito de frijol negro cocido”, le había dicho tímidamente a la muchacha del restorán. Ahora disfrutaba de mi atrevimiento y clavaba los dientes en los granos de mazorca dulce levemente tostados, haciéndolos explotar junto a mi paladar. De vez en cuando, el silencio de mi ceremonia secreta era interrumpido por los crujidos cantarines del papel de aluminio, que caía rítmicamente sobre el platillo mientras yo continuaba desnudando a mi víctima. Paladeaba las hebras de carne, la lechuga crespa jugueteaba con mi lengua, ansiaba las explosiones de cilantro picado y en mi garganta vibraban los filamentos de queso. La luz de la habitación se fue tornando parduzca conforme yo me despedía del último pedazo de burrito. Protegida únicamente por una tortilla de trigo humedecida, mi delicia se desvanecía sobre la pieza de vajilla como una flor ya marchita. Luchando contra lo inevitable, pegué mis labios caníbales contra la superficie del plato y aspiré ayudándome con la lengua para rescatar unos pequeños pedazos de tomate. Pasé también la lengua por el filo del cuchillo, descendiendo lentamente en busca de granos de arroz adheridos a su superficie metálica.


Hacía por lo menos siete meses que no era tan feliz. Era la primera vez que en mi jefe me permitía viajar sola con el fin de visitar a un cliente extranjero. La diferencia horaria me había obligado a realizar el viaje transoceánico un día antes de la fecha marcada para la reunión inicial de trabajo. Disponía por tanto de unas horas libres, en las que podía volver a sentirme un ser humano, con el regocijo añadido de saber que le estaba escamoteando a mi empresa unas horas teóricamente productivas. Era maravilloso ser libre en una ciudad desconocida, percibir el trajín de la metrópoli fluyendo a cámara lenta ante mis ojos, gozar en la más absoluta de las soledades de un humilde burrito de res.


Esa sensación de plenitud era bien distinta a la fragilidad que me generaba recordar algunos retazos de mi anterior viaje de trabajo. Sentada en el borde de la cama, con la bolsa vacía del burrito tirada en el suelo, mi memoria y mi pulso comenzaron a acelerarse al rememorar aquel taxi amarillo que en su día nos llevó desde el aeropuerto a un hotel del centro de otra lejana ciudad. Era noche cerrada y a través de las ventanillas del coche solo se veían pequeñas luces que aparecían y se ocultaban a gran velocidad, como confetis lanzados contra las lunas del vehículo. En el asiento trasero, mi jefe y yo repasábamos todos los datos del dossier que nos había obligado a interrumpir las vacaciones de agosto y a empacar con extrema urgencia nuestras maletas. Yo era una jovenzuela recién llegada a la empresa, por lo cual mi presencia en ese taxi únicamente podía explicarse de una forma: ningún otro miembro del equipo estaba disponible (o, lo que era lo mismo, todos habían sido más hábiles que yo a la hora de esbozar una excusa absolutoria durante sus días de asueto). Aún así, yo fabulaba con que mi jefe ya había detectado mis altos niveles de capacidad de trabajo y compromiso, por lo que ese viaje de alguna forma podía interpretarse como el primer premio que la firma me otorgaba. En consonancia con ello, durante el vuelo había devorado incansablemente ese dossier que nos obligaba a cruzar el océano y en el taxi me regocijaba de poder responder certera y profesionalmente a todas las preguntas que él me planteaba. Su fin de semana familiar había sido complicado, me había confesado al encontrarnos en el mostrador de la compañía aérea, por lo que su constante somnolencia en el avión estaba bien justificada.


Cuando todas las aristas de nuestra compleja misión parecía que empezaban a estar bien cubiertas y el taxi continuaba traqueteando hacia su destino, su voz me preguntó: “¿Tú quieres tener hijos?” La cuestión resonó en la parte trasera del vehículo, quedándose encerrada como un pájaro desorientado dentro del cubículo de paredes de metacrilato que nos separaba del taxista. Yo respondí instintivamente: “Sí, claro”, con el mismo tono mecánico con el que le habría confirmado que ya había revisado las últimas cuentas anuales de nuestro cliente o cerrado una cita con la secretaria del director general. En ese momento, el fogonazo de las luces delanteras de otro coche iluminó sus ojos. Su expresión me recordó a la de un zorro acorralado en una cacería.


Los siguientes días transcurrieron bajo la aparente normalidad de las jornadas laborales de dieciséis horas. Ni el calor sofocante consiguió frenar el alud de reuniones, cafés, presentaciones, comidas, conferencias telefónicas, emails y cenas de trabajo. Mi jefe parecía haber congeniado bien con nuestro cliente. Con su traje, sus gemelos y sus coloridas corbatas se mimetizaba perfectamente con el equipo extranjero y poco a poco conseguía arrancar de ellos algunas ventajosas concesiones. Mientras tanto, yo tomaba notas y observaba a mi alrededor. La empresa multinacional a la que nos habíamos desplazado parecía una cápsula espacial en la que todo estaba perfectamente programado. Profesionales bellos y distantes circulaban ordenadamente por sus correspondientes órbitas, evitando colisiones explícitas, pero ansiando que se produjese algún choque cósmico que les recolocase en un tablero de juego más favorable. Muy de cuando en cuando, el sonido del carrito de la limpieza o el suspiro furtivo de una empleada que arrastraba su esterilla hacia la clase de yoga me hacían preguntarme qué estaría sucediendo en el mundo exterior. Regularmente llamaba a mis padres, quienes como siempre se mostraban muy orgullosos de la prometedora carrera profesional de su hija. En ocasiones, mi jefe también se ausentaba brevemente de alguna reunión, alegando que quería llamar a sus hijos antes de que estos se fuesen a dormir.


Una mañana estaba en mi habitación, terminando de arreglarme para bajar al desayuno bufet del hotel. Eran las seis y media y teníamos por delante otra jornada de trabajo maratoniana. Cuando ya había cogido el maletín con el portátil, comencé a oír un ruido creciente en distintos puntos del dormitorio. Era la lluvia, golpeando tozudamente los cristales de las ventanas. En pocos minutos el cielo se electrificó y un tremendo aguacero cayó sobre la ciudad. Con la mejilla pegada al vidrio, me entretuve viendo cómo las alcantarillas más cercanas escupían agua y las ruedas de los coches se hundían en piscinas urbanas recién fabricadas. Mientras pensaba que no íbamos a conseguir un taxi en medio de semejante caos, en mi móvil sonó un WhatsApp. El teléfono corporativo de mi jefe me espetó: “Ven a ver la lluvia desde mi habitación”.


El aparato se me cayó de las manos, rebotó en la moqueta del hotel y aterrizó debajo de la cama. Cuando estaba de rodillas buscándolo, vi mi cara desencajada en el espejo del armario. El temporal exterior no era nada comparado con mi zozobra. Revisé obsesivamente que el mensaje procedía de él, las sienes estuvieron a punto de estallarme mientras decidía si debía contestarle o no, y cada segundo de silencio sepulcral en la habitación se me incrustaba en los pulmones impidiéndome respirar. En pleno arrebato, levanté la colcha de la cama y me metí debajo, incapaz de controlar mi llanto histérico.


El recepcionista que me llamó al teléfono del cuarto me indicó que mi jefe estaba esperándome en la recepción. Bajé con la cara inflamada y los pantalones arrugados y me monté en un coche de alquiler de cristales tintados. Mi jefe, sentado en el asiento del conductor, me pidió con cara imperturbable que le recordase la agenda de aquel día. Sus ojos, ampliados a través del espejo retrovisor, se clavaron en mí mientras esperaban una respuesta. Pese a ello, ni una sola referencia a su mensaje, ni un solo ademán que me permitiese descubrir algún tipo de oscura estrategia por su parte. Intenté convencerme de que todo había sido un malentendido. Tal vez tanto tiempo fuera de casa me estaba afectando. Tal vez yo era menos madura de lo que pensaba. La calma volvió a instalarse en medio de la vorágine profesional. Vivíamos dentro de un interminable día de la marmota de previsibles contenidos. Mi jefe y yo íbamos ejecutando las instrucciones que nos llegaban de nuestra empresa y de cara al cliente siempre proyectábamos responsabilidad y eficiencia. Nuestras reuniones internas eran asimismo ejemplares, al igual que lo era el tono comprensivo y casi paternal que él utilizaba conmigo en público. Hubo instantes en los que me sentí francamente agradecida por estar viviendo en primera persona semejante experiencia laboral. Una noche llamé al servicio de habitaciones del hotel y pedí un sándwich y una cerveza. No tenía fuerzas ni para bajar a comprar comida rápida en alguna de las tiendas cercanas a nuestro alojamiento. Ya estaba duchada y vestida para irme a dormir, por lo que esa cena rápida frente a la televisión iba a ser la recompensa a un día agotador. Le firmé el recibo al camarero que me trajo el pedido y cuando estaba volcando la lata de cerveza en un vaso de cristal, volvieron a tocar con los nudillos en mi puerta.


Abrí sonriente con el vaso en la mano, pensando que al empleado del hotel se le había olvidado algo. Antes de que pudiese reaccionar, mi jefe dio un par de pasos firmes, cerró de un portazo y pegó su cuerpo al mío. Noté en mi muslo el relieve de las monedas que llevaba en el bolsillo de su pantalón. La presión de su tripa me hundía los botones del camisón en el torso. Levanté instintivamente los brazos y fui incapaz de emitir cualquier tipo de sonido. El terror me había ganado. Era el mismo terror que me impedía llorar cuando era una niña y mi padre me chillaba. Un empujón seco hizo que chocase de espaldas contra la puerta de madera del armario ropero. Aprisionada por la envergadura de su cuerpo, su respiración me ardía en el cuello. Un manotazo rabioso en la clavícula me desgarró de cuajo el tirante del camisón. Con los ojos muy abiertos, dejé caer el vaso de cerveza. Este se estampó contra el suelo y la espuma llenó de islas blancas el pantalón de su traje gris. Un par de esquirlas de cristal hicieron que mis pies descalzos comenzasen a sangrar.


A partir de ese momento, viví dos existencias simultáneas,  cuál más miserable. Por un lado, seguí esforzándome por ser la empleada perfecta. Ello a pesar de que las horas extras no remuneradas crecían sin descanso y que las labores que él me asignaba no casaban en absoluto con mi especialización universitaria. Necesitaba seguir cobrando ese sueldo y tampoco podía permitirme el lujo de que la empresa diese malas referencias de mí a futuros empleadores. Por otro lado, el miedo e fue me fue instalando en el alma. Hice la metamorfosis inversa de la mariposa y me convertí en una oruga temerosa. Me perseguían diversos fantasmas, que no cesaban de susurrarme al oído cánticos de culpabilidad. Cada vez que era inevitable encontrarme a solas con mi jefe, apretaba los dientes, pero no era capaz de controlar una angustiosa presión en el pecho. A veces pensaba si no estaría enloqueciendo. Yo sufría, la ansiedad me consumía y nadie parecía darse cuenta de nada.


Pasaba gran parte de mi vida con mis compañeros de trabajo y ninguno de ellos se percataba de que estaba atrapada en una tela de araña viscosa. Después de aquel viaje fatídico, la cordialidad originaria de mi jefe se transformó en una mezcla de sofisticada crueldad y gélida indiferencia. Reuniones en las que no me daba la palabra, emails importantes que no me remitía, alabanzas que yo merecía pero que recalaban magnificadas en otros receptores. Temor, vacío y soledad. Por ello, tras unos meses infernales, la noticia de que iba a realizar un viaje de trabajo yo sola me supo a gloria bendita. Semejante primicia olía a reto, a aventura, a esperanza. Me hizo evocar a la recién graduada universitaria que fui, aquella virgen que pensaba que un mundo laboral luminoso le estaba esperando y que este le permitiría alcanzar la felicidad plena. No obstante, esa euforia inicial que se había mantenido inalterable en los primeros momentos de mi solitario periplo, comenzaba ahora a flaquear. En la habitación 306, donde todavía olía a burrito de carne de res desmechada, había caído la noche. Rememorar aquel viaje con mi jefe y todo lo que había traído consigo me había hecho sentir muy vulnerable. Me di cuenta de que, aunque en realidad mi carrera profesional apenas había comenzado, yo ya pensaba en mi trabajo y en mi propia existencia con profundo cinismo. Me había vuelto una descreída de mi propia persona.


Recogí del suelo la bolsa del burrito y me fui quitando la ropa conforme iba camino del baño. Allí forcé al máximo la manivela de agua caliente de la ducha y me acurruqué debajo del chorro humeante. Los cristales de la cabina se fueron empañando, los minutos rebotaban contra los azulejos y la piel empezaba a dolerme. Una voz en la cabeza me decía que tenía que incorporarme y salir, pero mi cuerpo era incapaz de erguirse. Con los dedos arrugados hice palanca en la esquina inferior de la puerta de la ducha y salí gateando a cuatro patas. Me tumbé en postura fetal encima de un revoltijo de toallas y ropa y comencé a tiritar. Eran unos espasmos incontrolables, tan violentos que con un hombro me golpeé un lateral de la mandíbula y mis dientes rechinaron. Notaba la nuca extremadamente rígida y el estómago contraído. Mis pies golpeaban el aire y la piel flácida de mis muslos me abrasaba cada vez que estos se entrechocaban.


Con las rodillas roídas por la frotación contra la moqueta, llegué a un lateral de la cama y palpé hasta encontrar mi móvil. La única luz de la habitación era la que, atravesando la doble cortina de plástico, procedía del salón de una vivienda del bloque vecino. Mientras la pantalla del teléfono se iba cubriendo de las gotas que caían de mi madeja de pelo, yo fui como un autómata a la agenda y localicé el número de teléfono privado de mi jefe. Me dio igual que allí fuese domingo. Me dio igual que allí fuesen las cuatro de la mañana. Necesitaba respuestas. Cuatro tonos después, Juan Pablo respondió al teléfono. Su voz al otro lado del Atlántico sonó pausada y bien afinada:

“Marta, estaba esperando tu llamada. La empresa también tiene que comunicarte algo”


Este relato es uno de los 21 relatos de la recopilación Hombres, Mujeres, Monstruos, y Viceversa. Una de mis mejores novelas de relatos.

Comprar Kindle por 2,69 €: HOMBRES, MUJERES, MONSTRUOS Y VICEVERSA: SECRETOS DE HALLOWEEN eBook : Sánchez Soriano, Vanessa: Amazon.es: Tienda Kindle

Comprar libro de tapa blanda: HOMBRES, MUJERES, MONSTRUOS Y VICEVERSA: SECRETOS DE HALLOWEEN : Sánchez Soriano, Vanessa: Amazon.es: Libros


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por comentar.