Valentina no podía contener tanta felicidad. En su mente, creaba miles de escenas llenas de alegría, y en todas ellas estaba presente la hermosa niña de rizos cobrizos.
Aunque aquella Navidad estaba rodeada de sus padres y hermanas, toda su atención estaba puesta en Analía, como la llamaba cuando la tenía entre sus brazos. Sin embargo, con el paso de los días, recibió la visita que más temía.
Dos trabajadores sociales, acompañados por un agente de policía, la interrogaron extensamente para comprobar que su versión coincidía con la de los médicos. Aunque el personal del hospital había sido testigo del cariño y respeto con el que trataba a la pequeña, le explicaron que no podían dejarla bajo su cuidado sin antes iniciar un proceso de adopción. Un proceso largo y complicado, más aún por su condición médica.
Fue entonces cuando Valentina se miró en el espejo y recordó que ya no usaba sombrero. Su calvicie era un claro reflejo de las secuelas de la quimioterapia.
—Estoy bien ahora. Puedo mostrarles mi informe médico —dijo con una voz débil.
—Sí, pero siempre existe una alta probabilidad de que la enfermedad regrese —comentó uno de los trabajadores, sin medir el impacto de sus palabras.
—Cuando encontró a la niña, le ofreció amor, cuidado y un hogar seguro —intervino otra trabajadora—. Eso juega a su favor, tanto para usted como para su esposo. La pequeña será enviada a un centro por el momento.
Le entregaron una tarjeta con una dirección y un número telefónico. Antes de poder asimilarlo, Analía fue llevada.
Valentina, decidida, llamó al orfanato y explicó que deseaba adoptar a la niña. La secretaria le dio una cita para el día siguiente. Alegó que el proceso allí era más ágil, pues solo atendían a menores entre cero y dos años.
Al amanecer, Valentina y su esposo Derek acudieron al centro con todos los documentos requeridos. Aunque fueron recibidos con cordialidad, Derek notó cierto escepticismo en las miradas del personal. Su esposa llevaba dos años luchando contra el cáncer de mama, y aquello, lo intuía, influía en su percepción.
Aun así, aceptaron todas las condiciones impuestas. Con los meses, les concedieron permisos de visita cada vez más amplios: primero en el centro, luego en el parque, después en su casa, siempre bajo la supervisión de un trabajador social.
Sin embargo, en noviembre, el director del centro canceló varias visitas sin previo aviso. Valentina acudió a la institución, pero no hizo falta entrar: desde su coche, vio a Analía durmiendo en brazos de otra familia.
Sufrió un colapso emocional. Sus esperanzas se desmoronaron. Había aprendido a convivir con el miedo, a cuidarse, a ilusionarse nuevamente, pero el mundo volvía a desmoronarse sin previo aviso.
Sentía que, como un año atrás, el glorioso sentimiento de la maternidad se le escapaba de las manos. Las visitas cesaron por completo y, aunque exigieron respuestas, no obtuvieron ninguna. Para entonces, Valentina ya sufría mareos y náuseas, pero guardaba silencio, temerosa de que el cáncer hubiera regresado. Derek, por su parte, se mostraba distante, extraño.
—¿En qué piensas, hija mía? —le preguntó su madre durante la cena.
—En nada, mamá —respondió con una sonrisa forzada—. Tal vez me vaya a Italia unas semanas el próximo año. Me gustaría cambiar de aires.
—Nada nos hace más felices que tenerte aquí, pero no tomes decisiones apresuradas. Tal vez a principios de año prefieras ir a una isla del Caribe, y así luego celebramos Navidad y Año Nuevo juntos, ¿sí?
La madre sabía que algo iba mal. Su hija volvía a sufrir.
—Ya veremos —respondió Valentina, sacando la bandeja de galletas del horno.
El día transcurrió con normalidad. Cena, tartas, chocolates, regalos. Valentina llevaba un suéter rojo navideño, vaqueros ajustados y sus sandalias favoritas. Mantuvo su cabello corto y se aplicó un poco de bálsamo labial. Se había preparado con esmero, pero Derek no apareció ni respondió a sus llamadas. Finalmente, por insistencia de su madre, dio inicio a la cena.
Todos reían, compartían anécdotas. Valentina revisaba su teléfono constantemente. La ansiedad crecía junto con los mareos. Quiso abrir los regalos para dar por finalizada la noche. Solo quería dormir, desaparecer bajo las sábanas.
Entonces, Derek entró por la puerta trasera, besó a su esposa y le entregó un delicado sobre envuelto con cinta dorada. Aunque tenía muchas preguntas, Valentina lo abrió delante de todos.
Sus ojos se llenaron de lágrimas al ver el documento: ella era oficialmente la madre adoptiva de Analía.
—Derek... —susurró, temblando.
Su esposo se apartó y dio paso a una pequeña de rizos rojos y ojos azules.
—¡Mamá! —gritó Analía, corriendo hacia ella con los brazos abiertos.
Valentina se arrodilló para abrazar a su rayo de sol. Lloraba de felicidad, una y otra vez decía: “Gracias a Dios”.
De pronto, sintió un mareo fuerte, casi perdió el conocimiento. Derek la sostuvo, la subió al coche y la llevó al hospital.
Tras media hora en la sala de espera, un médico se acercó a él.
—Señor Jones, realizamos algunos exámenes. Sus síntomas son normales para su condición. Felicidades: van a ser padres.
Valentina dormía plácidamente con Analía en brazos. Derek, con lágrimas en los ojos, murmuraba:
—Dios mío… gracias. Me diste el mejor regalo de Navidad: mis dos hijas.


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