martes, 27 de mayo de 2025

El Café de Cada Mañana

 


Gustavo intentaba convencerse de que todo era un simple ritual. Un hábito conveniente. Pero la verdad era que no podía evitarlo. Cada mañana, una fuerza invisible lo arrastraba hacia el interior de la cafetería.

No era el aroma a café recién hecho ni los suculentos pasteles exhibidos en la vitrina. Era ella.

Antes de entrar, se tomaba unos segundos para observarla desde el ventanal. Sus movimientos delicados, la sonrisa fresca que parecía permanente en su rostro. Nina era la mujer más hermosa y dulce que había visto en su vida. La dueña de la cafetería que quedaba de camino a su nuevo trabajo, y por la que se aparecía todas las mañanas a la misma hora desde hacía tres semanas.

Suspiró discretamente, abrió y cerró las manos con lentitud. Estaba listo. Empujó la puerta con decisión y entró.

Lo recibió un estruendo proveniente de la cocina, pero a ningún comensal pareció importarle. Seguían hechizados con las delicias que devoraban. Él mismo había experimentado esa reacción, así que sabía de lo que hablaban.

Se acercó al mostrador, nervioso. La noche anterior había decidido, por fin, invitarla a salir. Aunque, si era honesto consigo mismo, llevaba una semana intentándolo y cada mañana su valentía se desvanecía. No era falta de coraje, era su lengua la que se negaba a formar frases coherentes.

Pero hoy sería diferente.

Nina lo miró a los ojos y le sonrió mientras se alisaba el delantal. Tenía un poco de harina en la mejilla y llevaba el cabello recogido, dejando al descubierto el pequeño lunar que decoraba su amplia frente. A Gustavo le gustaba más cuando lo llevaba suelto, cuando sus ondas rozaban sus hombros. De cualquier forma, siempre encontraba la manera de lucir preciosa.

—Hola, Tavo. ¿Lo de siempre? —preguntó con prisa.

Él asintió con una media sonrisa. Apenas se había convertido en un cliente regular y ella ya recordaba su orden. Los dioses le acababan de obsequiar una segunda señal.

—¿Cómo va el negocio? —preguntó, y en cuanto las palabras salieron de su boca, se recriminó. Entre todas las trivialidades, tuvo que escoger el tema laboral. «Clásico de un adicto al trabajo», pensó.

—No me quejo, hay más días buenos que malos.

—Y... ¿Hoy es un día...? —Se recargó en el mostrador, intentando parecer relajado. Estaba a años luz de conseguirlo. Cuando se trataba de ella, toda su seguridad se iba por el drenaje.

—Espectacular —respondió Nina, aunque Gustavo no supo si era la respuesta a su pregunta o simplemente reflejaba su humor resplandeciente—. Aunque tener un negocio propio es satisfactorio, lidiar con empleados nuevos es la muerte. No te lo recomiendo, es malo para la salud.

Pese a la vibra extraña de su comentario, esta era la conversación más larga y decente que habían sostenido. Tercera señal. Esto iba de maravilla.

«¡Hazlo ahora!», rugió su mente.

—Nina... yo quería saber si... algún día te gustaría...

Intentaba decirlo todo de corrido. Nina lo miraba con curiosidad, como si pusiera todo de su parte para entenderlo. ¿O quizá para terminar la frase por él?

Estaba a punto de lograrlo cuando un estruendo sacudió la cocina. Un derrumbe de trastes. El local se sumergió en un incómodo silencio.

Nina bajó los hombros y suspiró con exasperación.

—Esto es de lo que hablo —se disculpó antes de desaparecer tras la puerta, que quedó oscilando de un lado a otro.

Para su decepción, no la volvió a ver el resto de la mañana. Andrea, su ayudante y mesera oficial, terminó de atenderlo.

Cogió el plato con el croissant y la taza de café negro que ella dispuso para él. De pronto, perdió el apetito. Suspiró, desanimado.

De manera sorpresiva, Andrea se sentó frente a él con la confianza y familiaridad que a él tanta falta le hacía.

—Veo que tampoco pudiste hacerlo hoy —dijo con tono definitivo, como si lo estuviera reprendiendo por su cobardía.

—¿Lo viste? —preguntó, intentando ocultar su vergüenza.

—No hizo falta. Tu cara larga lo dice todo.

—No sé qué me pasa cuando estoy frente a ella. Todo en mí se paraliza y al final me siento como un imbécil.

—No seas tan duro contigo. Nina parece tener ese efecto. ¿Qué tal si practicas conmigo para darte más confianza? —sugirió entusiasmada—. Anda, invítame a salir.

—No es lo mismo.

—Vamos, inténtalo. Uno nunca sabe.

Andrea le sonrió, y Gustavo no pudo evitar contagiarse de su ánimo.

—Esto es ridículo.

Ella frunció el ceño, obligándolo a meterse en su papel. Se dio por vencido y cedió ante sus ojos brillantes.

—Andrea... digo, Nina... estaba pensando si tú... emm...

Gustavo estalló en carcajadas.

—¿Me decías? —Andrea apoyó la barbilla sobre sus manos juntas y aleteó sus largas pestañas de forma inocente.

—¿Cómo podría invitarte si usas todos tus encantos al mismo tiempo?

Andrea se rió junto con él. Cómo necesitaba esas risas en ese momento.

Conversaron unos minutos más antes de que ella notara que alguien acababa de entrar.

—El deber me llama. ¿Nos vemos mañana?

Gustavo asintió y se levantó. Él también tenía que ir al trabajo. A pesar de lo sucedido, salió con una sonrisa en el rostro y de buen humor.

La decisión

Para el final de su jornada laboral, su ánimo había decaído dramáticamente. El ejercicio le ayudaría a sacudirse el malhumor.

Mario, su mejor amigo, ya lo esperaba en la cancha de squash que reservaban todos los jueves.

—Tú lo que necesitas con urgencia es un acostón —dijo sin preámbulo, mientras sacudía su raqueta.

«Típico de él: meterse en lo que no le incumbe.»

—¿Y tu conclusión se debe a...?

—A tus huevos azules.

—¿Tú cómo sabes de qué color están? —lo cuestionó, indignado.

—Están azules por la falta de oxígeno, y ese enfermizo color se refleja en tu cara. No veo cuál es el problema de invitarla. Nunca antes habías tenido ese problema.

Gustavo bufó. Odiaba ser evidenciado.

—Si lo supiera, no estarías jodiéndome con eso.

—¿Quieres que vaya yo y la invite en tu nombre?

—No seas pendejo.

—¿Tienes miedo a que te diga que no? —se burló—. Si lo hace, ¿qué importa? Te buscas otra y ya.

Mario lo dejó pensando. ¿Acaso esa era la razón? ¿Tenía miedo al rechazo?

Era momento de avanzar. Pero no lo lograría si no se atrevía a invitarla a salir.

Estaba decidido. Esa misma noche regresaría a la cafetería y la invitaría.

Estaría de sobra decir que destrozó a Mario en el partido de squash. Se lo tenía merecido el cabrón.

Recién duchado, Gustavo se sintió mejor. Nunca había que subestimar el poder del agua caliente para amansar la tensión.  

Estaba más listo que nunca. No obstante, conforme se acercaba al local, comenzó a sentir un extraño malestar en el estómago. De repente, el pequeño ramo de flores que había comprado de camino le pareció ridículo. ¿Y si mejor lo hacía mañana?  

Pero cuántas veces había escuchado que nunca hay que dejar las cosas para después. El presente debía aprovecharse, no quedarse estancado en un futuro incierto. Podía ser atropellado por un autobús al salir, morir en un incendio o ser mordido por un perro rabioso. Así que esto no podía esperar un día más.  

La cafetería seguía iluminada, a pesar del letrero de "Cerrado" colgado en la puerta. Sintió una punzada de decepción. No había prestado atención a la hora.  

Empujó la puerta y, para su sorpresa, estaba abierta. Entró con cautela. Lo último que quería era asustarla o que llamara a la policía.  

Los latidos comenzaron a martillarle los oídos cuando escuchó voces provenientes de la cocina. Más que voces, parecían… quejidos.  

Se paralizó.  

—No te detengas, Alex. ¡Oh, Dios! Así... —dijo una voz femenina, ahogada.  

—Tú sabes que yo te doy lo que me pidas, nena —respondió Alex con voz ronca, y "nena" soltó unas risitas.  

Por supuesto que no se iba a quedar para averiguar qué le daría Alex.  

Se dio la media vuelta y salió de ahí, dejando las flores abandonadas en la mesa más cercana. No las tiró al piso porque sus buenos modales se lo impidieron.  

¿En qué estaba pensando al ir tan tarde a buscarla? En realidad, no la conocía. Apenas sabía su nombre. Que recordara lo que ordenaba todos los días no significaba que supiera algo de él. Después de todo, era parte de su trabajo ser amigable con los clientes. Y eso era él: **un cliente más**.  

Si era sincero, tampoco la conocía.  

Ahora pagaría el precio de su estupidez, sintiéndose miserable. Este era el instante en que los violines, con música lastimosa, comenzarían a tocar para describir su estado de ánimo, desparramado por los suelos.  

Gustavo estaba devastado. Lo único que circulaba por sus venas era furia. Tenía unas ganas inmensas de golpear algo, especialmente al tal Alex. Aunque él no tenía la culpa de nada, más que ser quien Nina había escogido para estar con ella.  

Pero con quien realmente estaba enfurecido era consigo mismo. Por haberse tardado en reaccionar. Por lo que pudo hacer y no se atrevió a hacer en su momento.  

Esto solo podía arreglarse de una manera.  

Se iría a un bar a ahogar sus penas. Rogaba que existiera suficiente alcohol para olvidarse de todo. De su dulce Nina. Aunque ya no era suya. Ahora era de Alex.  

Terminó bebiendo en soledad, como el hombre cobarde y patético que era.  

El miedo de perder el control y cometer una locura lo aplacó.  

Aunque la noche parecía interminable, perdió la consciencia tumbado en su cama, totalmente vestido y con los zapatos puestos.  

Mañana (otra vez) 

La espantosa mañana llegó.  

Gustavo despertó con la sensación de que lo sucedido anoche había sido un sueño. Pero la resaca que portaba le recordó su realidad.  

Se la sacudió con un par de analgésicos y una enorme botella de Gatorade. Se alistó para ir a trabajar con las mismas ganas que un animal de granja tendría si supiera que iba directo al matadero.  

Estaba decidido a pasar de largo la cafetería y buscar un nuevo lugar donde comprar café. Seguramente no era la única con panecillos deliciosos. ¿O sí?  

Estuvo tentado de tomar otro camino, pero su estilo de vida práctico lo obligó a utilizar la ruta más corta.  

A unos cuantos pasos antes de llegar, suspiró y, vencido, abrió la puerta. La misma fuerza invisible que lo atacaba pudo más que él. Hizo una nota mental para tomar medidas extremas para evitarlo.  

Al menos no hizo el intento de buscarla con la mirada antes de entrar.  

No vio a Nina por ningún lado y no supo si alegrarse o decepcionarse.  

Andrea lo recibió con una gran sonrisa que desplegaba sus adorables hoyuelos y le entregó el café que no fallaba en ordenar. El croissant se lo llevaría en cuanto se acomodara en una mesa.  

No pudo evitar notar que, sobre el mostrador, colocadas en un florero, estaban las flores que había abandonado.  

—Están bonitas, ¿verdad? —dijo Andrea, atrapándolo mientras las miraba con desdén—. Las gerberas son mis flores favoritas. Alguien las dejó olvidadas ayer.  

Se encogió de hombros y buscó dónde sentarse.  

Gustavo se quedó a medio camino de darle un sorbo a su café cuando escuchó a la mesera saludar a la persona que acababa de entrar.  

—Hola, Alex.  

Gustavo bajó la taza con descuido, derramando la mitad del líquido caliente.  

—Está en la cocina —continuó Andrea.  

El joven le devolvió el saludo y, en ningún momento, le quitó la mirada de encima hasta que lo vio desaparecer.  

"¡Me lleva la que me trajo!"  

Cualquier esperanza que hubiese logrado amasar en su corazón acababa de ser pulverizada. La boca se le secó. No supo en qué momento Andrea se acercó a su mesa y comenzó a limpiar su desastre. Mierda. ¿Nada le iba a salir bien?  

—Tranquilo, a cualquiera le pasa cuando se entera de algo desagradable —dijo, con empatía.  

—¿Tú lo sabías?  

—Esta mañana Nina me lo contó. Lo siento.  

—No tienes por qué. No es tu culpa.  

Andrea dudó un instante antes de hablar.  

—Tavo… sé que este es el momento menos indicado, pero quisiera… —Se mordió el labio antes de agregar—: Espera aquí un momento.  

Se giró sobre sus talones y, a toda prisa, se dirigió detrás del mostrador.  

Mientras tanto, Gustavo la miraba extrañado. Más bien, con ávida curiosidad.  

Al regresar, le colocó frente a él una rebanada de pastel de chocolate. Su favorito. Notó que, en el plato, también había un papel con algo escrito. Se acercó y lo leyó. "Sé que no soy Nina, pero ¿te gustaría salir conmigo?"  

A partir de ese día, Gustavo supo que allí, dentro de esa cafetería, estaba su destino.  

Con la forma más dulce que alguna vez se imaginó.  





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