Cuando el espejo cobró protagonismo en las luchas adolescentes por la autoestima, descubrí de otro modo a Rubén. Se había transformado en un flaco alto con ojos muy verdes y el pelo muy crespo disciplinado con gomina. Usaba tanta, que yo reprimía la tentación de darle un golpecito en el jopo para escuchar qué sonido haría. Porque el pelo de Rubén parecía como de madera barnizada. Jamás me dejó que lo tocara. Un día, hasta apretó mi mano muy fuerte con gesto de disgusto para evitarlo. Me había quedado doliendo, aunque nadie más se dio cuenta.
Rubén me gustaba, sobre todo que me ayudara a empolinar mis carpetas. Decía que era muy importante que todo estuviera subrayado de azul. Si él lo decía, debía ser cierto. No en vano las profesoras lo ponían de ejemplo. Así que oculté para siempre la birome gruesa multicolor en el fondo de la cartuchera. Estar con él pasó a ser algo necesario. Me daba seguridad y además, resultaba un guía perfecto: Que no hablara muy alto en la confitería. Que no hiciera globos con los chicles. Que no le pasara la lengua al helado. Que apoyara los cubiertos sin ensuciar el mantel. Para mí, lo sabía todo.
Lo aparto de la mente cuando aparece la azafata con el desayuno. Después de haber pasado un día a té y lágrimas me supo a manjar. Me tapo hasta el cuello con la manta y reclino el asiento. Amanece. Como yo, pienso. Con los ojos cerrados, continúo desandando los recuerdos. La mente hurga con sadismo en la memoria, y se empeña en encontrar señales inadvertidas en las situaciones del pasado. Alguna luz amarilla de precaución que yo, ingenua, pasara por alto. Terminábamos el secundario cuando quiso ser mi novio. Yo la verdad, lo quería desde antes. Pero él era así: Lento. Pensaba mucho las cosas. Eso a mamá le encantaba, a papá no tanto. Que él sea tan serio. Pero yo estoy segura de que lo que más le gustaba era que viviera en una de las casas de material y que además, quisiera ser ingeniero. Por eso había dejado de lamentarse de que yo optara por el arte.
— Pintar cuadros no te va a dar de comer —decía con voz chillona— ¡Más te vale que no dejes escapar a Rubén!
Detenía la frase con los ojos en blanco y las cejas arqueadas. Una esmerada representación que papá sabía neutralizar haciéndome un guiño cómplice. Eso a mí me bastaba. Guardábamos en secreto el orgullo que él sentía porque yo llegase algún día a ser artista.
En la época de facultad seguimos siendo vecinos con Rubén. Él alquilaba un departamento comprimido donde cada cosa ocupaba un lugar preciso. No le aburría la soledad. Yo, en cambio, me había instalado en una ruidosa pensión en el centro de Buenos Aires, donde los cuartos daban a una cocina céntrica, con la mesa lo suficientemente grande para albergarnos a todas. Instalé el atril en el costado opuesto al rincón del televisor. Las chicas me dejaban desparramar los acrílicos y aguantaban sin quejarse el olor al solvente que impregnaba los pinceles. Todas me envidiaban el novio. Decían que era perfecto. No conocían ningún otro chico que doblara los pulóveres o colgara la campera que yo dejaba tirada por cualquier lado, y que además, barriera las migas de los polvorones después de tomar la merienda.
— Es el hombre ideal para una pintora —decían entre risas, burlándose de mi desorden.
Viajar en autobús resultó una buena decisión. La interminable ruta hacia el sur me regala el tiempo necesario para escrutar a la mujer insegura y sumisa en la que me había convertido. Intento descubrir el momento preciso en el que dejé de ser yo. Busco a la pintora espontánea y desordenada que a fuerza de malas decisiones había desaparecido. El horizonte rojo del atardecer se parecía a la mancha de óleo color magenta sobre la mesa nueva de Rubén, que marcó el comienzo de mi extinción. Estrenábamos nuestros títulos cuando nos casamos. El diminuto departamento de él no estaba preparado para albergarme. No había lugar para el atril. Rubén consideró que el balcón sería el sitio ideal para mis pinturas.
—
Por el olor del óleo —aclaró.
Yo podría entrarlo sólo cuando él no estuviera. También ordenó los pomos de pintura por colores —
como hacía con las bombitas de carnaval— dentro de una caja de madera con divisiones.
— Para que no queden tirados —me dijo.
No imaginé que unas manchitas de óleo sobre la mesa pudieran amargarlo tanto. Se la pasó probando no sé cuántos líquidos hasta que logró devolverle el color original a la madera. Desde ese día comencé a pintar parada sobre el plástico que Rubén con mucho criterio, había comprado para cubrir mi rincón de trabajo, incluidos los sillones. Al tiempo dejé de pintar. Resultaba muy complicado. A cambio, llenaba las tardes ordenando cada cosa en su lugar para que él estuviese feliz. Los fines de semana hacíamos la limpieza general, como él la llamaba. Vaciábamos los estantes de los placares, en especial del mío. Acomodaba ropa, por texturas y colores.
— Con el orden te ahorrarás un tiempo valioso —decía convencido de que me hacía un gran favor.
Seguía siendo la envidia de mis amigas, con sus maridos desordenados e indiferentes. A Rubén en cambio, nada se le escapaba, percibía el piso aspirado y el lustre de las superficies. No sé si por el olor a limpio, o porque invariablemente pasaba el dedo sobre los muebles cuando entraba a casa mientras yo contenía la respiración.
Como hace ahora el chofer del ómnibus, Rubén conducía mi vida. Aceleraba o cambiaba de rumbo sin quejas por parte de la pasajera en la que me había convertido. La muerte de mi padre fue para mí tan dolorosa como una frenada brusca que me despidió al vacío. Quedaba huérfana de la única persona que me disfrutaba como era, y víctima de la extrema consideración de Rubén.
— Ni pienses en dejar sola a tu madre a dos mil kilómetros de nosotros —me increpó con los ojos tan abiertos como si yo fuese un monstruo la única vez que intenté oponerme a sus planes.
— ¡Pero ella tiene su casa, sus amigas! —me defendí—. Sabes que acabo de tomar alumnos para dar
clases.
— ¡No puedes ser tan egoísta! —me contestó terminante—. Archivarás tus alumnos para otro momento. Ahora preparemos el cuarto de huéspedes.
Mi madre se mudó con nosotros al nuevo apartamento de dos cuartos, de modo que mi atril seguiría en el balcón, y las clases de pintura canceladas. Él hizo lo que consideró correcto una vez más, sin escucharme. Más que otra pasajera, mamá pasó a ser el copiloto de Rubén. Se transformó en su eco. Me parece escucharla…
— Tendrías que ser más cuidadosa cuando pasas la aspiradora, —me decía persiguiéndome por la casa— tiene razón Rubén, estás rompiendo el revoque de las paredes. Eres tan poco detallista como tu padre, no hay caso, Dios le da pan a quien no tiene dientes—, y suspiraba con resignación antes de terminar. — Ojalá yo hubiese tenido un marido como el tuyo…
El día que Rubén compró nuestro primer auto, llegó exultante. Era uno gris, mediano. Con caballerosidad abrió la puerta para que yo subiera adelante, pero como sucedía a menudo, algo hice mal.
— ¡Cuidado con los zapatos querida! —gritó— ¿No ves que marcaste la puerta con la suela sucia? —y después de limpiar con el pañuelo, terminó dando una nueva orden. — Mejor quítatelos antes de subir.
— Tienes toda la razón Rubén —comentó mamá ya instalada en el asiento de atrás. Descalza.
Después de la cena, decido mirar la película que proyectan en el pequeño televisor sobre el asiento de adelante. Es una comedia romántica, de esas donde las parejas desparejas terminan siendo felices. La copa de vino me ayuda a dormir, pero la mente hace zancadillas una vez más y caigo en un sueño intranquilo saturado de imágenes. Atrapada entre ellas y la vigilia, con la conciencia aún adormecida trato de ordenarlas. Elegí la época feliz en que por fin me atreví a imponerme. Había aceptado el nombramiento de profesora de arte en un secundario cerca de casa, ignorando por primera vez la perorata de Rubén y los sermones de mi madre.
— Es ridículo —manipulaba ella— no entiendo, no te falta nada —y repetía para provocarme culpa— en lugar de atender a tu marido como se merece...
Los ojos en blanco completaban la frase
inconclusa.
— Es un capricho —enunciaba Rubén— te advierto que aunque trabajes, no voy a permitir que entre una empleada a esta casa porque nadie cuida las cosas como el dueño —me amenazaba por lo bajo.
Mi emancipación fue breve, hasta que encontré a mamá tirada en el piso del living, junto a la aspiradora, con la cadera quebrada. La silla de ruedas condenó a mi madre y también a mis proyectos hasta su muerte tres años después.
Es mediodía, ya faltan escasas horas para llegar. Descanso la mirada en el mar que interrumpe la monocromía marrón de la meseta. Suspiro profundo, el aire entra ahora a mi pecho con facilidad y la angustia se disipa. Vuelvo a observar mi reflejo en el vidrio y descubro que puedo sonreír con lágrimas. La velocidad del ómnibus borronea la banquina, y me esfuerzo para detener la vorágine de acontecimientos de los últimos días.
Rubén había llegado antes de lo habitual de la oficina para buscarme. No quiso anticipar nada. Condujo hasta un barrio residencial, salió de la avenida para doblar sobre una calle empedrada. Aminoró la marcha y estacionó frente al garaje de una casa blanca. Bajó para abrir el portón y después que entró el auto, me invitó a bajar. La casa se parecía a esas de material que tanto había añorado mi madre. No era grande pero estaba rodeada de verde y de luz. Mis ojos, fijos en el altillo con la gran ventana, hablaban por mí.
— Quería que fuese una sorpresa —me
dijo.
Abrió la puerta y no le di tiempo a recorrer la planta baja, en cambio, subí las escaleras con el desenfreno de un chico. Llegué al altillo en pocas zancadas. Era un espacio con techos blancos de madera a dos aguas y ventanas a la calle y al jardín. Me introdujo entre el violeta del jacarandá de la vereda y el naranja de las flores del patio. Luz a raudales, sin duda el lugar ideal para pintar. Rubén llegó después, a su tiempo. Largó una carcajada cuando me colgué de su cuello para agradecerle.
—Sabía que iba a gustarte —me dijo separándose del abrazo para recorrer el lugar—. Acá, justo bajo esta ventana —señaló la que daba adelante— irá mi escritorio, y frente a la otra, el sillón de lectura. Me tomó por la cintura para besarme. — El nuevo gerente de la compañía se lo merece, ¿no te parece?
Esta era la manera de comunicarme las novedades, como hechos consumados. Recibí el abrazo como el golpe final, y degusté la frustración hasta que volvimos al apartamento. Rubén no paraba de diseñar los lugares de la casa. Ningún ambiente era un espacio para mí. Disimulé hasta que nos mudamos cinco días después. En ese último fin de semana trabajamos sin descanso. Cada cosa quedó instalada en el lugar que a él le pareció más conveniente. Esta vez mi atril y las cajas con los óleos y pinceles quedaron en el garaje.
El andar bamboleante y suave sobre el asfalto cambia de repente. Asomo la cabeza por el pasillo y veo por el parabrisas el cartel de desvío. Nos alejamos de la costa y comienza un traqueteo incesante en el camino de ripio. De pronto un sacudón, y el autobús derrapa, cruzándose a la banquina contraria. Un sonido sordo, y detiene la marcha. Todos abajo, hasta que lleguen refuerzos, explotó una cubierta. La rueda había resistido un trayecto demasiado largo, y las piedras puntiagudas terminaron con su resistencia. Mientras camino entre las matas achaparradas, pienso que a mí me sucedió lo mismo. La fatiga de los materiales debe ser algo muy semejante al hartazgo. Yo también derrapé. El primer lunes, en la casa nueva, despedí a Rubén con un beso y recibí las recomendaciones habituales del mantenimiento. Le sonreí mientras él sacaba el auto y cerré la puerta. Me llevó poco tiempo guardar la ropa de abrigo en un bolso, vestirme de memoria y dejar la habitación que ya no era mía. En la cartera coloqué los documentos, la vieja libreta de mamá, un manojo de llaves y el dinero que Rubén asignaba para los gastos de la semana. A las tarjetas de crédito, en cambio, las tiré sobre la cama. Llevaban grabado su apellido, que yo no volvería a usar. Caminé hasta el garaje para buscar la caja con los pomos de acrílicos, disfrutando cada movimiento, sin apuro, como si fuese el estreno de una obra muchas veces ensayada: Hice cortinas con tiras del plástico que una vez usé para cubrir los muebles. En lugar de paleta, apliqué los chorros de pintura sobre el escritorio de Rubén para mezclar los colores. Con un rodillo mediano y un par de pinceles me dejé llevar, haciendo de cuenta que pintaba un fresco sobre la pared, justo detrás del sofá de lectura, que también recibía trazos de óleo. Cuando terminé, quedó mi carcajada en un enorme autorretrato, dentro de una jaula amarilla con la puerta abierta.
Llega el ómnibus de refuerzo y reanudamos la marcha. Sonrío sin pena cuando miro los restos de pintura bajo las uñas. Lo que queda del trayecto es sereno. En una curva a lo lejos veo los tanques petroleros que anuncian la llegada a Caleta Olivia. Entramos por el boulevard del centro hasta la terminal. Disfruto del viento cortante mientras espero el taxi, me había olvidado de su intensidad. Indico al chofer la dirección:
— Avenida Costanera 368, la casa de mis padres. Mi casa —aclaro con voz firme.
— ¿Viene de visita?
— No, a quedarme. Voy a instalar una escuela de Arte.
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