martes, 27 de mayo de 2025

El Café de Cada Mañana

 


Gustavo intentaba convencerse de que todo era un simple ritual. Un hábito conveniente. Pero la verdad era que no podía evitarlo. Cada mañana, una fuerza invisible lo arrastraba hacia el interior de la cafetería.

No era el aroma a café recién hecho ni los suculentos pasteles exhibidos en la vitrina. Era ella.

Antes de entrar, se tomaba unos segundos para observarla desde el ventanal. Sus movimientos delicados, la sonrisa fresca que parecía permanente en su rostro. Nina era la mujer más hermosa y dulce que había visto en su vida. La dueña de la cafetería que quedaba de camino a su nuevo trabajo, y por la que se aparecía todas las mañanas a la misma hora desde hacía tres semanas.

Suspiró discretamente, abrió y cerró las manos con lentitud. Estaba listo. Empujó la puerta con decisión y entró.

Lo recibió un estruendo proveniente de la cocina, pero a ningún comensal pareció importarle. Seguían hechizados con las delicias que devoraban. Él mismo había experimentado esa reacción, así que sabía de lo que hablaban.

Se acercó al mostrador, nervioso. La noche anterior había decidido, por fin, invitarla a salir. Aunque, si era honesto consigo mismo, llevaba una semana intentándolo y cada mañana su valentía se desvanecía. No era falta de coraje, era su lengua la que se negaba a formar frases coherentes.

Pero hoy sería diferente.

Nina lo miró a los ojos y le sonrió mientras se alisaba el delantal. Tenía un poco de harina en la mejilla y llevaba el cabello recogido, dejando al descubierto el pequeño lunar que decoraba su amplia frente. A Gustavo le gustaba más cuando lo llevaba suelto, cuando sus ondas rozaban sus hombros. De cualquier forma, siempre encontraba la manera de lucir preciosa.

—Hola, Tavo. ¿Lo de siempre? —preguntó con prisa.

Él asintió con una media sonrisa. Apenas se había convertido en un cliente regular y ella ya recordaba su orden. Los dioses le acababan de obsequiar una segunda señal.

—¿Cómo va el negocio? —preguntó, y en cuanto las palabras salieron de su boca, se recriminó. Entre todas las trivialidades, tuvo que escoger el tema laboral. «Clásico de un adicto al trabajo», pensó.

—No me quejo, hay más días buenos que malos.

—Y... ¿Hoy es un día...? —Se recargó en el mostrador, intentando parecer relajado. Estaba a años luz de conseguirlo. Cuando se trataba de ella, toda su seguridad se iba por el drenaje.

—Espectacular —respondió Nina, aunque Gustavo no supo si era la respuesta a su pregunta o simplemente reflejaba su humor resplandeciente—. Aunque tener un negocio propio es satisfactorio, lidiar con empleados nuevos es la muerte. No te lo recomiendo, es malo para la salud.

Pese a la vibra extraña de su comentario, esta era la conversación más larga y decente que habían sostenido. Tercera señal. Esto iba de maravilla.

«¡Hazlo ahora!», rugió su mente.

—Nina... yo quería saber si... algún día te gustaría...

Intentaba decirlo todo de corrido. Nina lo miraba con curiosidad, como si pusiera todo de su parte para entenderlo. ¿O quizá para terminar la frase por él?

Estaba a punto de lograrlo cuando un estruendo sacudió la cocina. Un derrumbe de trastes. El local se sumergió en un incómodo silencio.

Nina bajó los hombros y suspiró con exasperación.

—Esto es de lo que hablo —se disculpó antes de desaparecer tras la puerta, que quedó oscilando de un lado a otro.

Para su decepción, no la volvió a ver el resto de la mañana. Andrea, su ayudante y mesera oficial, terminó de atenderlo.

Cogió el plato con el croissant y la taza de café negro que ella dispuso para él. De pronto, perdió el apetito. Suspiró, desanimado.

De manera sorpresiva, Andrea se sentó frente a él con la confianza y familiaridad que a él tanta falta le hacía.

—Veo que tampoco pudiste hacerlo hoy —dijo con tono definitivo, como si lo estuviera reprendiendo por su cobardía.

—¿Lo viste? —preguntó, intentando ocultar su vergüenza.

—No hizo falta. Tu cara larga lo dice todo.

—No sé qué me pasa cuando estoy frente a ella. Todo en mí se paraliza y al final me siento como un imbécil.

—No seas tan duro contigo. Nina parece tener ese efecto. ¿Qué tal si practicas conmigo para darte más confianza? —sugirió entusiasmada—. Anda, invítame a salir.

—No es lo mismo.

—Vamos, inténtalo. Uno nunca sabe.

Andrea le sonrió, y Gustavo no pudo evitar contagiarse de su ánimo.

—Esto es ridículo.

Ella frunció el ceño, obligándolo a meterse en su papel. Se dio por vencido y cedió ante sus ojos brillantes.

—Andrea... digo, Nina... estaba pensando si tú... emm...

Gustavo estalló en carcajadas.

—¿Me decías? —Andrea apoyó la barbilla sobre sus manos juntas y aleteó sus largas pestañas de forma inocente.

—¿Cómo podría invitarte si usas todos tus encantos al mismo tiempo?

Andrea se rió junto con él. Cómo necesitaba esas risas en ese momento.

Conversaron unos minutos más antes de que ella notara que alguien acababa de entrar.

—El deber me llama. ¿Nos vemos mañana?

Gustavo asintió y se levantó. Él también tenía que ir al trabajo. A pesar de lo sucedido, salió con una sonrisa en el rostro y de buen humor.

La decisión

Para el final de su jornada laboral, su ánimo había decaído dramáticamente. El ejercicio le ayudaría a sacudirse el malhumor.

Mario, su mejor amigo, ya lo esperaba en la cancha de squash que reservaban todos los jueves.

—Tú lo que necesitas con urgencia es un acostón —dijo sin preámbulo, mientras sacudía su raqueta.

«Típico de él: meterse en lo que no le incumbe.»

—¿Y tu conclusión se debe a...?

—A tus huevos azules.

—¿Tú cómo sabes de qué color están? —lo cuestionó, indignado.

—Están azules por la falta de oxígeno, y ese enfermizo color se refleja en tu cara. No veo cuál es el problema de invitarla. Nunca antes habías tenido ese problema.

Gustavo bufó. Odiaba ser evidenciado.

—Si lo supiera, no estarías jodiéndome con eso.

—¿Quieres que vaya yo y la invite en tu nombre?

—No seas pendejo.

—¿Tienes miedo a que te diga que no? —se burló—. Si lo hace, ¿qué importa? Te buscas otra y ya.

Mario lo dejó pensando. ¿Acaso esa era la razón? ¿Tenía miedo al rechazo?

Era momento de avanzar. Pero no lo lograría si no se atrevía a invitarla a salir.

Estaba decidido. Esa misma noche regresaría a la cafetería y la invitaría.

Estaría de sobra decir que destrozó a Mario en el partido de squash. Se lo tenía merecido el cabrón.

Recién duchado, Gustavo se sintió mejor. Nunca había que subestimar el poder del agua caliente para amansar la tensión.  

Estaba más listo que nunca. No obstante, conforme se acercaba al local, comenzó a sentir un extraño malestar en el estómago. De repente, el pequeño ramo de flores que había comprado de camino le pareció ridículo. ¿Y si mejor lo hacía mañana?  

Pero cuántas veces había escuchado que nunca hay que dejar las cosas para después. El presente debía aprovecharse, no quedarse estancado en un futuro incierto. Podía ser atropellado por un autobús al salir, morir en un incendio o ser mordido por un perro rabioso. Así que esto no podía esperar un día más.  

La cafetería seguía iluminada, a pesar del letrero de "Cerrado" colgado en la puerta. Sintió una punzada de decepción. No había prestado atención a la hora.  

Empujó la puerta y, para su sorpresa, estaba abierta. Entró con cautela. Lo último que quería era asustarla o que llamara a la policía.  

Los latidos comenzaron a martillarle los oídos cuando escuchó voces provenientes de la cocina. Más que voces, parecían… quejidos.  

Se paralizó.  

—No te detengas, Alex. ¡Oh, Dios! Así... —dijo una voz femenina, ahogada.  

—Tú sabes que yo te doy lo que me pidas, nena —respondió Alex con voz ronca, y "nena" soltó unas risitas.  

Por supuesto que no se iba a quedar para averiguar qué le daría Alex.  

Se dio la media vuelta y salió de ahí, dejando las flores abandonadas en la mesa más cercana. No las tiró al piso porque sus buenos modales se lo impidieron.  

¿En qué estaba pensando al ir tan tarde a buscarla? En realidad, no la conocía. Apenas sabía su nombre. Que recordara lo que ordenaba todos los días no significaba que supiera algo de él. Después de todo, era parte de su trabajo ser amigable con los clientes. Y eso era él: **un cliente más**.  

Si era sincero, tampoco la conocía.  

Ahora pagaría el precio de su estupidez, sintiéndose miserable. Este era el instante en que los violines, con música lastimosa, comenzarían a tocar para describir su estado de ánimo, desparramado por los suelos.  

Gustavo estaba devastado. Lo único que circulaba por sus venas era furia. Tenía unas ganas inmensas de golpear algo, especialmente al tal Alex. Aunque él no tenía la culpa de nada, más que ser quien Nina había escogido para estar con ella.  

Pero con quien realmente estaba enfurecido era consigo mismo. Por haberse tardado en reaccionar. Por lo que pudo hacer y no se atrevió a hacer en su momento.  

Esto solo podía arreglarse de una manera.  

Se iría a un bar a ahogar sus penas. Rogaba que existiera suficiente alcohol para olvidarse de todo. De su dulce Nina. Aunque ya no era suya. Ahora era de Alex.  

Terminó bebiendo en soledad, como el hombre cobarde y patético que era.  

El miedo de perder el control y cometer una locura lo aplacó.  

Aunque la noche parecía interminable, perdió la consciencia tumbado en su cama, totalmente vestido y con los zapatos puestos.  

Mañana (otra vez) 

La espantosa mañana llegó.  

Gustavo despertó con la sensación de que lo sucedido anoche había sido un sueño. Pero la resaca que portaba le recordó su realidad.  

Se la sacudió con un par de analgésicos y una enorme botella de Gatorade. Se alistó para ir a trabajar con las mismas ganas que un animal de granja tendría si supiera que iba directo al matadero.  

Estaba decidido a pasar de largo la cafetería y buscar un nuevo lugar donde comprar café. Seguramente no era la única con panecillos deliciosos. ¿O sí?  

Estuvo tentado de tomar otro camino, pero su estilo de vida práctico lo obligó a utilizar la ruta más corta.  

A unos cuantos pasos antes de llegar, suspiró y, vencido, abrió la puerta. La misma fuerza invisible que lo atacaba pudo más que él. Hizo una nota mental para tomar medidas extremas para evitarlo.  

Al menos no hizo el intento de buscarla con la mirada antes de entrar.  

No vio a Nina por ningún lado y no supo si alegrarse o decepcionarse.  

Andrea lo recibió con una gran sonrisa que desplegaba sus adorables hoyuelos y le entregó el café que no fallaba en ordenar. El croissant se lo llevaría en cuanto se acomodara en una mesa.  

No pudo evitar notar que, sobre el mostrador, colocadas en un florero, estaban las flores que había abandonado.  

—Están bonitas, ¿verdad? —dijo Andrea, atrapándolo mientras las miraba con desdén—. Las gerberas son mis flores favoritas. Alguien las dejó olvidadas ayer.  

Se encogió de hombros y buscó dónde sentarse.  

Gustavo se quedó a medio camino de darle un sorbo a su café cuando escuchó a la mesera saludar a la persona que acababa de entrar.  

—Hola, Alex.  

Gustavo bajó la taza con descuido, derramando la mitad del líquido caliente.  

—Está en la cocina —continuó Andrea.  

El joven le devolvió el saludo y, en ningún momento, le quitó la mirada de encima hasta que lo vio desaparecer.  

"¡Me lleva la que me trajo!"  

Cualquier esperanza que hubiese logrado amasar en su corazón acababa de ser pulverizada. La boca se le secó. No supo en qué momento Andrea se acercó a su mesa y comenzó a limpiar su desastre. Mierda. ¿Nada le iba a salir bien?  

—Tranquilo, a cualquiera le pasa cuando se entera de algo desagradable —dijo, con empatía.  

—¿Tú lo sabías?  

—Esta mañana Nina me lo contó. Lo siento.  

—No tienes por qué. No es tu culpa.  

Andrea dudó un instante antes de hablar.  

—Tavo… sé que este es el momento menos indicado, pero quisiera… —Se mordió el labio antes de agregar—: Espera aquí un momento.  

Se giró sobre sus talones y, a toda prisa, se dirigió detrás del mostrador.  

Mientras tanto, Gustavo la miraba extrañado. Más bien, con ávida curiosidad.  

Al regresar, le colocó frente a él una rebanada de pastel de chocolate. Su favorito. Notó que, en el plato, también había un papel con algo escrito. Se acercó y lo leyó. "Sé que no soy Nina, pero ¿te gustaría salir conmigo?"  

A partir de ese día, Gustavo supo que allí, dentro de esa cafetería, estaba su destino.  

Con la forma más dulce que alguna vez se imaginó.  





martes, 20 de mayo de 2025

Cosas que no Pesan. (Relatos Morales)


Durante el viaje evitó leer el mensaje otra vez: *“Es mejor que vengas. Está grave.”*

El tren salió de Valencia con el cielo plomizo. Desde la ventanilla, Tomás veía los campos de naranjos desfilar bajo la luz tenue de la tarde. La pantalla de su móvil seguía mostrando la foto de perfil de su hermana, sonriendo con una copa en la mano. Habían pasado meses sin hablar.

El vagón avanzaba con esa lentitud monótona de los regionales. A su lado, una mujer devoraba unas galletas sin ofrecerle. La miró. No supo si era atractiva o si solo estaba harto del silencio. En su cabeza, frases sobre economía aún flotaban. Le daban una paz extraña, como si fueran un rezo sin fe.

Al llegar al pueblo, la humedad lo envolvió de golpe. Un cartel con el nombre de **La Vall d'Uixó** le pareció ridículo. *Este lugar ni aparece en los trending de redes*, pensó. Como si eso lo hiciera menos real.

Su madre lo abrazó sin hablar. Su hermana le explicó lo inevitable con la misma frialdad que si le estuviera dando indicaciones para llegar a la farmacia. En la habitación del hospital, su padre dormía con los ojos entreabiertos. El monitor a su lado titilaba como una luciérnaga agotada. Tomás le apretó la mano con torpeza. Luego se fue a dormir al cuarto donde había crecido.

Los días siguientes fueron una repetición sin emoción. Por la mañana iba al hospital, leía artículos en su móvil mientras su padre dormía. Por las tardes, caminaba hasta la plaza, se sentaba con una **Estrella Galicia** en un banco, veía pasar coches antiguos y parejas en silencio. El pueblo tenía un aire espeso, no puro. Más bien algo estancado, como un bostezo largo.

Una noche, de camino a casa, se cruzó con Julia, la vecina. Estaba igual que hacía diez años, solo que ahora fumaba. Se quedaron charlando sobre cosas sin importancia, hasta que ella dijo:

—¿Subes?

El sexo fue torpe, pero cálido. Después se rieron. No del momento, sino de que eso aún tuviera sentido. Julia le mostró una foto de sus hijos. Tomás le preguntó si era feliz.

—¿Qué es eso? —contestó ella, apagando el cigarro.

El padre murió un miércoles de madrugada. Cuando llamaron, Tomás ya estaba despierto. No lloró. No dijo mucho. Siguió el protocolo. En el velatorio, la gente lo abrazaba como si fuera parte del mobiliario. Escuchaba, asentía, hacía algún chiste para aliviar el ambiente. Esa era su forma de estar.

Al día siguiente, se sentó solo frente a un café frío. **La Vall d'Uixó** ya empezaba a borrarse de su mente. Sabía que debía volver a la ciudad, terminar el doctorado, responder mails. *Continuar*.

Antes de irse, pasó por la casa de Julia y le dejó un sobre. Dentro había un poema que no firmó.

Lo escribió esa mañana. Se titulaba: **Cosas que no pesan**.

Relato Publicado en: Amazon.com: Relatos Morales (Spanish Edition) eBook : Sánchez Soriano, Vanessa: Tienda Kindle


domingo, 11 de mayo de 2025

La Crisis del 3025. (Relatos Morales II)

 


Joaquín entró en la oficina con cierta incertidumbre. Su jefe lo miró desde su escritorio, como si esperara que algo se resolviera por sí mismo.—¿Me llamó, señor?
—Sí, Joaquín, siéntate.

Joaquín respiró profundamente, intentando ocultar el nerviosismo que lo invadía. Su jefe, un hombre que parecía más joven que él, cerró los ojos y, con una expresión de comprensión, respiró hondo y exhaló lentamente. Joaquín lo observó, como si el gesto tuviera la intención de darle confianza. Las manos de Joaquín temblaban, pero logró arrastrar la silla antes de sentarse. Trago saliva, la sensación de incomodidad le llenaba el pecho, y miró al hombre de traje azul oscuro, cuya presencia le resultaba intimidante.

—Verás, hemos tenido problemas económicos últimamente.
Joaquín sabía que este momento llegaría, pero no esperaba que fuera tan pronto.

—Ya hemos tenido que despedir a un gran número de trabajadores y, viendo el rumbo de la empresa… tendremos que seguir haciéndolo.
Corren rumores de que la compañía está en quiebra, pero los directivos se negaban a oficializarlo. Muchos de sus compañeros ya habían sido despedidos, otros más habían decidido buscar algo mejor, algo más seguro.

—No me gusta para nada tener que decirte esto, pero ya sabes lo que viene.
—Lo sé, señor.

Joaquín observó cómo su jefe suspiraba, como si ese gesto fuera exclusivo de él. Lo miraba esperando que él no interfiriera, así que se mantuvo tranquilo. Estos tiempos, pensó, te enseñan a mantener la calma y a no hiperventilarte. El jefe abrió un cajón a su costado, sacó una hoja y la puso sobre la mesa, con las letras mirando hacia Joaquín. Luego colocó a su lado un frasco de tinta negra.

—Ya sabes qué hacer.

Joaquín miró la carta de renuncia, donde le pedían que colocara su huella dactilar. La miró fijamente, luego volvió a mirar al hombre que lo observaba. Cerró los ojos, trago saliva y se resignó. No quedaba otra. Pero, aún así, lo miró una vez más, como si esperara algo, cualquier cosa.

—Descuida, Joaquín. Te daré un tanque de oxígeno personal. Podrás venderlo y conseguir algo de dinero, son bastante caros hoy en día.

Joaquín contuvo las ganas de suspirar, pero vio cómo su jefe sonreía, como si fuera consciente de su tristeza. Sin embargo, el gesto era también una forma de disculpa.

—Anda, consume un poco de aire, es lo menos que puedo darte después de tantos años aquí.

Con su permiso, Joaquín suspiro. Había olvidado lo liberador que era hacerlo, a pesar de que todo se estuviera derrumbando. En ese breve instante, sintió como si el mundo pudiera volverse a poner en orden. Cerró los ojos, remojó la yema de su dedo índice en tinta y la impregnó sobre la hoja. Al menos eso tenía más valor que su sueldo. Desde que las leyes laborales cambiaron, ser despedido era tan sencillo como firmar un papel.

—No pongas esa cara, Joaquín. Con tus conocimientos y experiencia, conseguirás otro trabajo muy rápido. El bus parte en veinte minutos, ve a recoger el tanque al almacén. Ya tienen la orden.

Joaquín respiró profundamente una vez más, sin importarle lo que pudiera decir su, ahora, exjefe. Cerró los ojos y contuvo la respiración. Había sentido muchas veces la falta de aire, el miedo a ahogarse, a pasar de la paz al pánico en cuestión de segundos. Pero nunca se había sentido tan tranquilo al no respirar, como si pudiera estar a punto de explotar y aún así sentir paz. Cuando abrió los ojos, vio que su exjefe lo observaba con intranquilidad, como si le diera algo de empatía, al haberle dejado desperdiciar un poco de su tiempo. Finalmente, le sonrió de manera incómoda, invitándolo a salir.

Joaquín se levantó y salió de la oficina principal. Los pocos oficinistas que aún quedaban en esa planta lo miraron con desdén. Sabían que en algún momento sería su turno, pero preferían regocijarse en el dolor ajeno mientras tanto. A Joaquín no le importaba, eran unos idiotas condenados al igual que él. Llegó al almacén y vio a Sorenstein, quien le dio una mirada de comprensión mientras Joaquín estampaba su huella dactilar en el documento que acreditaba la recepción del tanque de oxígeno. Luego, Sorenstein fue a traerlo.

Mientras nadie lo observaba, Joaquín respiró profundamente varias veces, bostezó y exhaló con fuerza. Era como si una ira inexplicable se apoderara de él, intentando vengarse de la empresa que lo había despedido, gastando el oxígeno de sus instalaciones. Pero nada de eso lo satisfizo.

Cuando el almacenero regresó con el tanque, Joaquín lo observó mientras Sorenstein tragaba saliva y agachaba la cabeza en una especie de respeto silencioso. Era una costumbre dentro de la empresa: estaba prohibido hablar, ya que eso representaba un gasto innecesario de oxígeno. Solo se podía hablar cuando era estrictamente necesario… cosa que no aplicaba para los directivos, quienes podían consumir todo el oxígeno que quisieran. Estúpidos adinerados.

—Sigue vivo, Orbón.
—Tú también, Sorenstein.

Joaquín nunca había escuchado la voz de Sorenstein. Solo conocía su apellido por la identificación que llevaba en el pecho. Supuso que Sorenstein debía conocerlo de la misma manera. Joaquín hizo un gesto con la cabeza, despidiéndose. Sorenstein hizo lo mismo y Joaquín se marchó, cargando el tanque de oxígeno. Al subir al autobús, se sentó esperando que partiera. Nadie parecía preocuparse por la vida de los demás. Sinceramente, a Joaquín tampoco le importaba lo que les ocurriera a aquellos que no formaban parte de su círculo social. El mundo era lo suficientemente duro como para estar preocupándote por los demás.

El autobús arrancó. Normalmente, Joaquín no prestaba atención a las ventanas. Solo miraba al asiento de enfrente, hasta que llegaba la hora de abandonar el vehículo. Pero esta vez prefirió observar la realidad a su alrededor. Las calles estaban vacías, sin humanos ni animales. Las nubes eran de un color mostaza opaco, como si estuvieran sucias, y todo parecía tener un tono grisáceo, como si el polvo impregnara el aire. Siempre le había deprimido ver las calles. ¿Cómo habíamos llegado a esto? Algunos autos transitaban por las vías, corroídas por el paso del tiempo. Todos eran blancos, para que pudieran distinguirse en la ciudad polvorienta.

Joaquín miró el medidor de oxígeno al frente del autobús. Aún le quedaba un 80%, suficiente para que el autobús dejara a todos y regresara a la fábrica. El conductor siempre llevaba un tanque de oxígeno a su costado, quizá lo había usado alguna vez. El autobús se detuvo, Joaquín ingresó a la cabina de descontaminación, respiró profundamente y se colocó la mascarilla que cubría su boca y nariz para evitar respirar el aire contaminado del exterior. Mientras las puertas del autobús se abrían, se preparaba para pisar las calles de la ciudad.

Bajó del vehículo y se apresuró hacia su casa. Escuchó cómo el autobús se alejaba, llevándose la rutina de su vida laboral. Abrió la puerta de su hogar y la cerró tras de sí. Esperó pacientemente a que el proceso de limpieza de la entrada terminara. Para su buena suerte, y la de todos, el proceso duraba pocos segundos. La segunda puerta, la que le permitiría entrar a su casa, se desbloqueó justo cuando comenzó a sentir la necesidad de respirar nuevamente. Se quitó la mascarilla, abrió la puerta y respiró profundamente, dejando el tanque de oxígeno apoyado en la pared. El aire allí era mucho más pesado que en la empresa, respirar era más difícil, pero también te obligaba a hacerlo con más frecuencia, como si el oxígeno nunca fuera suficiente. Sin embargo, por un capricho del destino, solo podía pagar el servicio de aire al 30% de pureza, el nivel más bajo. Aun así, solo era cuestión de acostumbrarse.

Lo bueno, pensó, era que en su casa podía hablar sin que le cobraran por el consumo de aire, como en las empresas, donde solo se pagaba mensualmente. Respiró profundamente, forzando sus fosas nasales a procesar el aire que tenía a su disposición. A veces, el aire le causaba dolor de cabeza, mareos y sueño, pero creía que eso era solo por el cansancio.

De repente, vio a Mayra acercándose rápidamente, con una gran sonrisa en el rostro. No pudo evitar sonreír al verla. Siempre le había alegrado su simple presencia. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Mayra saltó hacia él, y él la atrapó en el aire, haciéndola resbalar mientras se aferraba a su cuerpo. Se miraron a los ojos, se besaron y luego sonrieron.

—¿Cómo te fue hoy?
—Yo…
—No quieres hablar, ¿verdad?
—No, pero debo hacerlo.
—No te obligo si no deseas.
—Es importante que lo sepas.

Mayra tragó saliva. En sus ojos se reflejaba el miedo que sentía por lo que su esposo estaba a punto de decirle, como si ya lo supiera. Tal vez intentaba contener las ganas de llorar, porque sus ojos estaban vidriosos, y su expresión mostraba que luchaba contra algo profundo. Aunque su respiración siempre era tensa, ahora parecía aún más pesada, como si le costara más respirar en ese lugar.

—¿Llegó el día?
—Sí.
Mayra volvió a tragar saliva. Él también lo hizo. Ella cerró los ojos y dejó caer su cabeza sobre su pecho, pero lo abrazó con toda su fuerza, como si intuyera que él necesitaba apoyarse en ella.

—Te dieron ese tanque como compensación por el tiempo de servicio, ¿no?
—Sí.
Ella no lo soltaba. Ambos sabían que las cosas no estaban bien. Sintió cómo ella cerraba las manos en su espalda, haciendo puños, como si algo la inquietara también.

—¿Qué ocurre?
—Yo...
El llanto de su hijo, Gustavo, interrumpió la conversación, pero fue suficiente para que Mayra sonriera una vez más. Ella lo soltó y, tomándolo de la muñeca, lo llevó hacia la habitación del niño. Él solo se movió al mismo ritmo que ella. Cuando llegaron a la cuna, Mayra levantó a Gustavo al verlo y lo arrulló para intentar calmarlo. El niño dejó de llorar al sentir los brazos de su madre y sonrió al ver a su padre. Estiró su pequeño brazo, intentando alcanzarlo, mientras su manita se abría y cerraba. Él le posó el dedo en la palma y el niño apretó su mano con fuerza, algo que no podía evitar hacerle sonreír.

—Hoy llegaron las cápsulas alimenticias.
—¿También el paquete para bebés?
—Sí, está todo completo.
—Entonces hoy cenaremos.
Mayra se rió, él también. Ambos se miraron, y escucharon a Gustavo reír, lo que les llenó de emoción. A pesar de eso, había algo que perturbaba a Mayra, algo que no la dejaba disfrutar del momento por completo.

—¿Qué ocurre?
—Bueno...
Él la abrazó por la espalda y le besó la cabeza, como si ese fuera el único gesto que pudiera darle fuerzas. Ella seguía meciendo a Gustavo, respirando de forma profunda y pesada. Incluso pudo escuchar un temblor en su respiración. Desearía poder pagar por un aire más limpio, al menos para que ella no sufriera cada vez que inhalaba el aire contaminado, para que Gustavo no llorara al respirar y sintiera sus pulmones llenarse de oxígeno de mala calidad.

—Llegó una carta de la compañía de aire.
—¿Qué dice?
—Dice que, debido al incremento de la población, el precio del aire limpio ha aumentado, y que si no pagamos la diferencia hasta fin de mes, nos cortarán el servicio.
Él tragó saliva. Un escalofrío recorrió su espalda. Las leyes en este mundo parecían un chiste, como si estuvieran hechas para deshacerse de las pocas personas que quedaban, como si las paupérrimas condiciones de vida no fueran suficientes.

—Eso es... en tres días.
—Lo sé.
Respiró profundo, conteniendo las ganas de llorar. Sintiéndose devastado, como si todo lo que conocía, todo lo que tenía, se estuviera derrumbando. Gustavo lo miró preocupado, pero luego se rió, como si intentara animarlo. Aunque él no entendía ninguna de esas emociones, su reacción fue reír porque no sabía qué más hacer. O quizás estaba interpretando todo a su manera, tratando de comprender lo que sucedía, y su primer impulso fue reír al no entender lo que pasaba. Tal vez estaba pensando demasiado en algo que no tenía tanta importancia, algo que solo debía disfrutar.

—Oye, tontito.
Mayra volteó rápidamente, puso su cabeza debajo de la suya, obligándolo a mirarla a los ojos. Le sonrió, como si todo lo que estaba sucediendo no pudiera romper esa adorable expresión.

—Saldremos de esta, ¿sí? Hemos llegado hasta aquí, ¿qué nos puede detener ahora?
Él sonrió. Era cierto, habían llegado hasta aquí, a pesar de vivir en este mundo tan deteriorado.

—Tienes razón, amor, vamos a salir de esto.
—¿Cuál es tu primer paso?
—Buscar trabajo.
—¿Llamo al reclutador?
—Tiene un costo.
—Paguémosle con el sofá de la sala, total, no tenemos visitas nunca.
—Es cierto.
—Entonces yo me encargo de convencer al reclutador de aceptar el sofá como pago, y tú… cambias el pañal de Gustavo.
Mayra sonrió victoriosa, sacando la lengua de forma burlona.

—Eso no se vale, estaba distraído.
—No importa, te toca limpiarlo.
Él rió un poco mientras su esposa le entregaba a su hijo en brazos. Luego vio que ella tomaba el celular y comenzaba a hacer la llamada. Él se acercó a la mesa donde estaban los implementos de Gustavo, lo recostó ahí, lo desvistió y le cambió el pañal, limpiándolo con rapidez y cuidado para evitar que el aire se contaminara aún más. Respiró profundo, su cuerpo ya se había acostumbrado al aire de su hogar.

—No olvides decirle que también vendemos un tanque de oxígeno.
—Cierto.
Escuchó a Mayra hablar con el reclutador, y parecía haber logrado convencerlo. Ella dejó el teléfono a un lado y se acercó a él para ver a Gustavo.

—Solo mira esa sonrisa, esa mirada inocente, ese movimiento despreocupado.
—No tiene idea de lo que está pasando, es feliz así.
—¿No te llena de esperanza?
—Ahora que lo mencionas, sí, lo hace.
—Es cierto, me contagia su alegría, esa despreocupación.
—Hagámoslo por Gustavo.
—Claro que sí, amor.
Ella sonrió, llenándolo de esperanza. Él le devolvió la sonrisa mientras volvía a tomar a su hijo en brazos.

De repente, los ojos de él se abrieron automáticamente, como si su cuerpo estuviera programado para despertarse a una hora establecida, aunque no tuviera que levantarse temprano. Respiró profundamente y observó el techo de su hogar, cubierto con una pintura especial que evitaba que la atmósfera externa entrara. Mayra aún dormía, tranquila, aunque podía notar que no descansaba por completo, luchando por respirar. ¿De cuántas cosas se había perdido por ir a trabajar de seis a seis? ¿Cuánta vida había gastado intentando vivir? ¿Es esto lo que siempre había buscado? Y si era así... ¿estaba viviendo o solo sobreviviendo? Sea cual sea la respuesta, pensó, nada de eso importaba cuando tenía un motivo para estar vivo: Gustavo, Mayra... Pero, ¿les esperaba lo mismo que a él? Esperaba que su hijo pudiera migrar a otro planeta, porque la Tierra simplemente estaba condenada. Mayra giró hacia él, aún somnolienta, pero con una expresión emocionada.

—Es la primera vez que te veo ahí acostado cuando despierto, empezaba a preguntarme dónde estaba mi beso en la frente.

Él sonrió, aunque era una sonrisa rota. Siempre solía besar la frente de Mayra al despertar, pero esta vez no lo hizo. Se quedó echado, sumido en pensamientos sobre lo que costaba respirar en el mundo de hoy. Mayra sonrió como si fuera lo mejor que le había pasado, y él no podía evitar preguntarse cómo podía ser feliz en medio de todo eso. Tal vez él solo estaba centrado en lo malo.

Quiso decir que prepararía el desayuno, pero sabía que solo serían píldoras. Había leído sobre la comida real en los libros de la escuela, pero ellos siempre habían estado suscritos a una entrega semanal de suplementos que les proporcionaban todo lo necesario para el día: vitaminas, carbohidratos, y demás. Debían estar agradecidos con Dios por tener algo que los mantuviera vivos. Sin embargo, aquello parecía haber despojado a la comida de su esencia. Las píldoras no tenían sabor y no daban una sensación real de saciedad. Era como si el cuerpo dejara de sentir hambre, pero una parte de él seguía seca, insatisfecha.

—Entonces, ¿seguiremos durmiendo o nos levantaremos a hacer algo? —preguntó Mayra, su sonrisa resplandeciendo, incapaz de ocultar la chispa de esperanza en sus ojos.

Era difícil preocuparse cuando la sonrisa de su esposa era un recordatorio claro de que valía la pena seguir viviendo. Él sonrió de vuelta, aunque era consciente de lo rota que sonaba esa sonrisa. Ella merecía más, mucho más, pero sabía que no podía dárselo.

—Mayra… —dijo, llamando su atención. Ella lo miró con una curiosidad traviesa, la mirada brillante de quien sabe que algo más se está cociendo en su mente—. ¿Qué opinas de mí?

Ella sonrió, una luz en sus ojos brillando aún más, como si la pregunta la divirtiera.

—¿Inseguro de lo que siento por ti? —respondió con tono jocoso, burlándose suavemente de él.

Él no podía evitar sonreír también, dándose cuenta de que ella solo coqueteaba sutilmente, como siempre.

—Pues, si pudieras imaginar todo lo bello en el universo, sería poco comparado con lo que pienso de ti —dijo, lanzando una frase simple, pero llena de significado, sabiendo que era la persona que lo decía lo que le daba peso.

Ella se rió, una risa que resonó en sus corazones, y él la abrazó, besándole la frente con suavidad. Había algo en la simpleza de esos gestos que era lo único que parecía mantenerlos firmes, juntos.

—Es más, si el universo supiera cuánto te quiero, le daría vergüenza ser tan pequeño —añadió él, con una ligera sonrisa que daba testimonio de cuánto le importaba.

Ella frunció el ceño levemente, como si hubiera reconocido la frase.

—He escuchado eso antes, tal vez lo leí.

—Sí, también lo he leído —respondió él, con una sonrisa cómplice.

Pero no necesitaban palabras complicadas para expresarse, porque lo que sentían era claro. Estaba feliz aquí, y esperaba que ella también lo estuviera. Después de todo, el amor entre ellos era lo único que aún parecía real en un mundo que se desmoronaba.

—Entonces, ¿vamos a desayunar? —preguntó Mayra, con una sonrisa que no dejaba espacio a la duda.

—¿Y Gustavo? —él respondió, con una ligera preocupación.

—Suele despertarse más tarde —contestó ella, riendo suavemente.

Él se levantó, se estiró y respiró profundamente, aunque el aire en la casa no ayudaba a sentirse con energía. Sin embargo, al menos en ese momento, sentía que podía tener el mundo en sus manos, aunque no valiera casi nada hoy en día.

Cuando llegó a la cocina, encendió el televisor. La propaganda estatal se desplegó en la pantalla. Mayra, mientras tanto, tomó su píldora con rapidez y le acercó la suya. Él extendió la mano, pero ella la esquivó y la dirigió directamente hacia su boca. Ambos rieron hasta que el llanto de Gustavo los interrumpió. Mayra fue a atenderlo con rapidez, como siempre.

La publicidad estatal terminó, y ahora podían ver los dos canales disponibles: los noticieros controlados por el gobierno o el canal infantil, donde una animación mostraba una versión manipulada de la historia de su planeta. Mayra regresó a la cocina y se sentó a su lado mientras amamantaba a su hijo, arrullándolo mientras hacía trompetillas con la boca.

—Hoy partió una nueva flota de cohetes con destino a los planetas colonizados. Los tripulantes aseguran que buscan una mejor vida en las prometedoras tierras de los confines del universo —anunció la televisión con su tono monótono.

Mayra sonrió al escuchar la noticia, y él no entendió por qué.

—Algún día, amor mío, iremos a una luna. Tal vez a un planeta matriz o a la colonia principal —dijo ella, con una confianza que él deseaba compartir.

—¿Tú crees, Mayra? —preguntó él, aunque una parte de su ser ya lo sabía.

—Claro que sí, estamos destinados a ser felices —respondió ella, como si no hubiera nada que pudiera detenerlos.

Él sonrió, sintiendo que ella siempre sabía qué decir para calmar sus temores.

—Es irónico que nos llamen territorio capital, ¿no crees? —dijo él, observando los titulares.

—¿Por qué? —respondió ella, curiosa.

—Porque somos la única parte de la tierra que está habitada. Todo lo demás son solo vestigios de lo que alguna vez fuimos —dijo él, con una mezcla de amargura y reflexión.

—Tienes razón en eso —admitió Mayra—. Pero, de alguna forma, me hacen sentir el centro de atención.

—Tal vez debas postularte para gobernar la Tierra. Todos los gobernantes terminan emigrando al final de su mandato de dos años —comentó él, con una risa amarga.

—¿Corrupción? Supongo que se llamaría aprovechar la oportunidad para escapar de este infierno —respondió Mayra, divertida, aunque ambos sabían que esos cargos eran inalcanzables para ellos. Se necesitaba una gran cantidad de créditos para financiar una campaña decente, algo que estaba fuera de su alcance. Aunque siempre se postulaban dos candidatos y, en cada elección, ganaba el perdedor de la anterior. Era una mafia controlada por quién sabe quién.

La televisión siguió con su propaganda:

—En otras noticias, la cantidad de despidos ha aumentado desde que los dueños de las empresas han donado sus propiedades a extraños. La falta de formación en administración y visión para los negocios está jugando en contra de los nuevos propietarios. En una entrevista, uno de los exdueños de estas fábricas dio a entender que no le importa lo que suceda con sus pertenencias, pues ya tienen su pasaje a una colonia.

El dinero, en su forma más pura, parecía tener un poder limitado. Los créditos terrícolas no tenían valor fuera de la Tierra, ni siquiera en las lunas o en los planetas cercanos; solo eran útiles aquí, donde circulaban entre las mismas personas. No aumentaba, simplemente daba vueltas en un sistema cerrado. La riqueza se acumulaba en las manos de unos pocos, mientras que los demás debían conformarse con las migas. A pesar de los millones de créditos que uno pudiera tener, la probabilidad de que un transbordador fallara era del siete por ciento, y si eso ocurría, uno quedaba varado en el espacio, sin saber por cuánto tiempo. El dinero no garantizaba escapar de ese lugar.

Mayra observó a Gustavo, quien ya había terminado de mamar. Ella acomodó su polo, se levantó de la silla, tomó una píldora para bebés y, al sentarse nuevamente, partió la gragea por la mitad, dejando caer su contenido en la boca de su hijo. Gustavo la aceptó sin protestar, disolviendo la píldora con su saliva. Él, en un impulso que no pudo controlar, revoloteó el cabello del niño con su mano, sintiendo una oleada de alegría. Luego dirigió su mirada hacia su esposa, quien sonrió, alternando su atención entre él y su hijo.

—¿Deberíamos revisar el correo ya? —preguntó él, quebrando el silencio.

—Démosle un día más, ¿sí? —respondió Mayra, con calma.

—¿Estás segura?

—Con toda esta crisis, creo que lo mejor es darle un poco de tiempo al reclutador y no presionarlo. Estoy segura de que nos lo agradecerá.

—Tienes razón.

Él respiró hondo, acostumbrándose lentamente al aire pesado del lugar. En menos de un día, ya parecía casi natural para él, como si siempre hubiera sido su hábitat. Un silencio cómodo llenó la habitación. Mayra y Gustavo también callaron, mientras el televisor seguía emitiendo noticias a las que él no prestaba atención, pues eran las mismas de todos los días.

—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó él.

—¿Qué crees que hago todo el día mientras no estás? —respondió ella, con una ligera sonrisa.

—No se me ocurre absolutamente nada.

—Nunca pensé en eso. Debes morir de aburrimiento aquí.

Él sabía que no era fácil mantener un hogar impecable cuando no se podía cocinar, ni hacer nada fuera de lo común. El lugar estaba diseñado para protegerlos de todo lo que el exterior pudiera arrojarles. La única actividad dentro del hogar era cuidar a Gustavo.

—¿Nos cercioraremos de que el niño esté bien hasta que anochezca? —preguntó él.

—Es una idea tentadora, pero es un bebé bastante tranquilo.

—¿Entonces?

—Relájate. Solo piensa en lo que te gustaría hacer cuando las cosas mejoren.

Él pensó por un momento, sonriendo con algo de ironía.

—Qué no haría… Supongo que uno de mis mayores deseos es respirar aire cien por ciento limpio. Debe ser un deleite para las fosas nasales y los pulmones. Quizá pintar un cuadro, aunque nunca he tocado un pincel ni visto una pintura, solo he leído sobre ellas. Pero suena como una actividad fabulosa.

—Puedo ver que sí tienes un sueño.

—Supongo que todos tenemos uno.

—Es cierto. ¿Cuál es el mío?

—Eso es sencillo —dijo él, sonriendo.

—Lo que más quieres es escuchar una pieza de vals y bailarla.

—No, ese no es.

—Intenta engañarme.

—Claro que es ese.

Mayra se rió, incapaz de sostener su mentira, y cerró los ojos, haciendo el gesto que siempre lo había cautivado.

—Está bien, sí es eso. Solo imagina cómo debe ser bailar un vals vestida con esos vestidos rimbombantes.

—Debe ser genial.

Ambos sonrieron. Era una de esas rarezas que mantenían vivo el amor entre ellos, las pequeñas tonterías que se compartían.

—¿Cuál es mi sueño? —preguntó él.

Ella sonrió aún más, como si estuviera a punto de revelar algo importante.

—Justo quería hablarte de eso.

Él la miró, confuso.

Mayra le pasó al niño y se levantó de la mesa. Caminó hacia la habitación y volvió en un momento, sosteniendo algo detrás de su espalda. Se acercó y le pidió que cerrara los ojos.

Él sonrió y obedeció, sintiendo que algo grande estaba por suceder.

—Ahora sí, puedes abrirlos.

Abrió los ojos y vio un par de hojas arrugadas y un lapicero de tinta negra frente a él. Se quedó estupefacto.

—¡Ta-da!

Cerró los ojos otra vez y sonrió, sintiendo que las lágrimas no caían, pero una sensación cálida lo invadió.

—El sofá valía más de lo que pensábamos, así que el reclutador me lo cambió por sus servicios y esto. Sé que no es mucho, pero…

Lo abrazó sin dejar de sostener a Gustavo, y Mayra se quedó en silencio, disfrutando del momento, igual que su hijo, quien movió sus manos como si intentara imitar lo que estaban haciendo. Él la soltó y la miró a los ojos, luego se dirigió a Gustavo y besó su cabeza. Levantó la mirada y besó la frente de su esposa.

—Entonces… ¿sí te gustó?

—¿Tú qué crees?

Mayra cargó a Gustavo y él tomó el lapicero con su mano izquierda, la más cómoda para él. Acercó una hoja y sintió un poco de miedo de estropearla. Miró a su esposa y ella asintió con la cabeza, dándole confianza. Imaginó algo y trató de plasmarlo en el papel. Sus trazos fueron torpes, pero de alguna manera, lo hizo con todo su corazón. Cuando terminó, miró su creación y sonrió.

—Es la primera vez que veo un dibujo tan bonito.

—No exageres.

—Es el mejor dibujo de un árbol que jamás he visto en vivo y en directo.

—Eres tú.

—Oh…

Ambos se rieron, y por un instante, todo parecía estar en su lugar.

—Pensé que lo primero que debía dibujar debía ser lo que más quería y, bueno, ya sabes el resto.

Mayra no dijo nada más. Solo lo besó, lentamente, de manera apasionada, como si estuviera transfiriéndole energía. El beso terminó y ambos se miraron a los ojos, sonriendo, mientras observaban la hoja que él había dibujado. Aún quedaba mucho espacio para seguir practicando.

Él despertó con un suspiro, como si su cuerpo se resignara a enfrentarse al día, repitiendo el ritual de siempre: caricias, besos y los pequeños gestos cotidianos, hasta que el niño les recordó que era hora de alimentarlo. Mayra se levantó de un salto, lista para atender a Gustavo, mientras él permanecía en la cama, sumido en sus pensamientos. La culpa lo invadía por disfrutar de las mañanas, sabiendo que mañana cortarán el suministro de oxígeno a quién sabe qué hora. Sin embargo, se decía a sí mismo que no estaba mal sentir algo de éxtasis en un final inminente. Suspiró y observó a Mayra mientras ella se acomodaba a su lado para amamantar a Gustavo. Ella sonrió, a pesar de todo.

—¿Estás preocupado? —le preguntó ella, notando su tensión.

—Un poco —respondió él.

—¿Por?

—Es que no recuerdo dónde guardas las píldoras.

Mayra rió suavemente. Él también sonrió, aliviado de que sus miedos no la preocuparan demasiado. No soportaría verla decaída.

—Están en el pote de la cocina que dice "píldoras".

—¿Ah, sí? ¿Así de obvio?

—Así de obvio, señor ciego.

Se rió, ella también. Aunque ambos sabían que las cosas estaban mal, también había una chispa de luz en esa oscuridad compartida. Se levantó de la cama, estiró su cuerpo y respiró profundamente antes de dirigirse a la cocina. Al llegar, vio el recipiente de las píldoras, junto al de las píldoras del bebé y las pastillas hidratantes. Era difícil no notarlas, ya que eran lo único que destacaba en la vacía cocina. Tal vez no era apropiado llamarla cocina, si solo guardaban allí las píldoras alimenticias, pero al menos le daban un toque de espíritu hogareño. Tomó las píldoras necesarias y regresó a la habitación. Allí, vio a Mayra jugando con Gustavo, quien parecía satisfecho.

Se acercó, le dio la píldora a Mayra en la boca sin que ella lo notara, luego le pasó la pastilla H2O, antes de tragar las que había traído para él. Mayra acomodó al niño boca arriba, como si supiera que ese era el siguiente paso, y él abrió la píldora por la mitad, derramando su contenido en la boca de su hijo.

—Si solo nos hidratamos con pastillas, ¿la leche materna sigue siendo líquida? —preguntó él, curioso.

—Me pregunté lo mismo una vez —respondió Mayra—, pero ya no es tan líquida. Es casi como una pasta.

—¿No duele?

—Al principio lo hacía, pero parece que me he acostumbrado.

—¿Segura?

—Claro que sí.

Ella sonrió, como si lo que decía fuera lo más común del mundo. Aunque, en realidad, no lo era. Los pocos libros que había leído en la escuela le confirmaban que esa no era la norma. Pero, claro, supuso que lo normal había cambiado, igual que el mundo.

—¿Reviso el correo?

—Aún es muy temprano.

—¿Segura? Deberíamos saber qué está ocurriendo con nuestro destino.

—¿Tan impaciente estás? Seguro que hay una buena noticia ahí.

—No lo sé, querida.

—¿Alguna vez no he tenido razón?

Él sonrió, sabiendo que, en el fondo, ella siempre lograba transmitirle algo de calma, aunque no siempre tuviera razón.

—Estoy seguro de que debe haber un momento en el que no la tuviste.

—¿Recuerdas cuando te dije que debíamos empezar a ahorrar?

—Me hiciste cambiar el servicio de aire de cincuenta a treinta por ciento limpio.

—Pero valió la pena, ¿no?

—Quién iba a pensar que nuestro hijo se infectaría con el virus de Lerner.

—Gracias a los ahorros pudimos pagar el tratamiento y ahora está creciendo fuerte y sano.

Sonrió, y Mayra hizo lo mismo. Esa enfermedad pudo haberles arrebatado a su hijo si no se hubiese tratado a tiempo. La medicina era cara, especialmente porque dependían de importaciones de otras colonias; la Tierra ya no tenía los recursos para producir suficiente. Mayra había insistido tanto en ahorrar a costa de un aire menos puro, y al principio él se había negado. Sin embargo, la insistencia de ella había terminado por convencerlo. Algo en sus ojos, ese brillo que transmitía seguridad, lo había hecho ceder. Y ahora, al mirarla, veía ese mismo brillo.

Suspiró y tomó el teléfono que estaba en la mesa junto a la cama.

—¿Lista?

—¿Es tan necesario hacerlo ahora?

—Sabes que si no consigo un empleo, no me darán un préstamo para pagar el servicio de aire.

Era cierto. El único requisito para acceder a un préstamo era tener trabajo, lo que significaba que vivían esclavizados durante años, sin poder ahorrar, pero al menos tendrían tiempo para ahorrar algún día, si es que sobrevivían. Él cerró los ojos con fuerza y pasó su mano por su cabeza, acariciando su cabello. Estaba listo.

—Ahí voy —dijo.

Ella lo observó con una sonrisa que parecía no decaer, como si nada pudiera alterar su ánimo.

—Está bien, pero cierra los ojos antes de ver las respuestas.

Él sonrió y la obedeció. Pulsó el buzón de mensajes y cerró los ojos inmediatamente. Esperó unos segundos antes de abrirlos, sintiendo una mezcla de emoción y ansiedad. Abrió los ojos y vio cuatro mensajes, los cuales le dieron cierta esperanza. Abrió el primero, pero solo era un agradecimiento por postular, sin ninguna oferta.

—Esa empresa no te convenía, las otras se ven mucho mejor —dijo Mayra, con una sonrisa tranquilizadora.

—Todas las compañías ofrecen exactamente lo mismo.

—¿Tú crees?

Ella le sonrió, dándole confianza, aunque su ánimo permanecía igual, a pesar del rechazo. Abrió el siguiente mensaje, y fue un rechazo casi idéntico al primero. Pasó al tercero, que también tenía una forma sutil de rechazarlo. Tragó saliva y miró a Mayra. Ella le hizo un gesto, como si le estuviera dando fuerza para abrir el último mensaje. Él se sintió abrumado por la presión.

—Estoy contigo, ¿sí?

Esas palabras fueron lo único que necesitaba para decidirse a abrir el último mensaje. Respiró profundo y lo leyó. Aunque el mensaje lo halagaba, al final lo rechazaban, igual que los demás. Suspiró, resignado a lo que viniera, y Mayra lo abrazó en silencio, intentando consolarlo sin palabras. Tal vez sabía que prefería el silencio en ese momento.

—Ni siquiera hay compradores para el tanque. Esperaba que alguien se interesara en él.

Un sonido casi imperceptible llamó la atención de Joaquín. Un nuevo mensaje había llegado al buzón, y, por alguna razón que no lograba comprender del todo, se sintió inexplicablemente emocionado. Era como si su expectativa hubiera alcanzado su punto máximo, como si ese mensaje fuera el definitivo, el que le aseguraba el puesto de trabajo que necesitaba para conseguir el préstamo y así poder pagar el aire.

Mayra, que siempre lo observaba con esa calma peculiar, le sonrió, tan emocionada como él. Ella lo conocía demasiado bien.

—Ábrelo —dijo ella, su voz suave, casi con un tono de esperanza.

Joaquín asintió, sin decir palabra, y, con un suspiro profundo, abrió el mensaje. La emoción en su pecho se disipó de inmediato al leerlo. Era un mensaje de la compañía de aire, con la noticia fría y directa de que el servicio se cortaría al día siguiente. No había una opción de apelar, ni siquiera una palabra de consuelo. La realidad le golpeó en el rostro con fuerza: nada podría salvarlos.

Joaquín cerró los ojos y un escalofrío recorrió su cuerpo. La sensación de ahogo fue instantánea, como si el aire en la habitación se hubiera vuelto denso y difícil de respirar. En su pecho, una presión creciente lo hacía sentir como si estuviera a punto de colapsar. ¿Cómo había llegado a este punto? La culpa le pesaba, sabiendo que había condenado a Mayra y a Gustavo a lo que él sentía como una sentencia de muerte.

Mayra, por el contrario, no mostró signos de desesperación. Su expresión seguía siendo serena, como si el caos que se desmoronaba alrededor de ellos no fuera más que una tormenta que sabían cómo atravesar.

—Todo va a estar bien, ¿sí? —le dijo, su tono suave, tan lleno de confianza que, por un instante, Joaquín dudó de la realidad misma.

A pesar de todo, él no pudo evitar preguntarse cómo lograba ella mantener esa calma en medio de la tormenta. La respuesta siempre era la misma: su secreto. Sin embargo, Joaquín no podía entenderlo. Si él fuera como ella, tal vez todo sería diferente.

—¿Cómo haces para ser tan estoica? —preguntó, mirando sus ojos con una mezcla de asombro y frustración.

Mayra sonrió y le acarició el rostro, como si esas palabras fueran lo único que necesitaba para volver a sentir que todo podía seguir adelante.

—Ese es mi secreto —respondió con una tranquilidad que Joaquín envidiaba.

A pesar de su creciente desesperación, él no pudo evitar sentir algo de paz en su interior. Ella siempre lo hacía sentir que, de alguna manera, todo iría bien. Pero, por dentro, Joaquín sabía que esa paz era solo una ilusión momentánea. La lucha por sobrevivir no cesaba. El aire escaseaba, las oportunidades se desvanecían y la realidad se volvía cada vez más inalcanzable.

Joaquín tragó saliva, o lo que fuera que su boca produjera, mientras respiraba profundo. Cerró los ojos, y en ese instante sintió que Mayra hacía lo mismo. Pero cuando los abrió, ella le sonrió.

—¿No estás triste? —preguntó Joaquín, su voz quebrada, como si las palabras mismas pesaran demasiado.

—No tengo motivos para estarlo —respondió ella con una calma desconcertante.

—Pero vamos a morir —dijo él, la realidad de la situación apretándole el pecho.

A pesar de la gravedad de sus palabras, Mayra lo miró sin inmutarse, como si todo eso fuera solo una parte más del camino que ya habían recorrido juntos.

—Aun así, cumpliste todo lo que te pedía —añadió ella, con una suavidad que contrastaba con la dureza del momento.

—Pero no pude darte todo —su voz se quebró, aunque no había lágrimas en sus ojos.

—Tontito, me diste todo —dijo ella, y aunque las palabras fueron simples, en ellas estaba el mundo entero. Joaquín no entendió completamente lo que ella quería decir, pero sintió una punzada en su pecho, como si algo dentro de él estuviera llorando, aunque sus mejillas permanecieran secas. Era como si su alma estuviera en medio de un llanto que no podía ser contenido.

—¿Recuerdas que te dije que estábamos destinados a ser felices? —preguntó ella, su voz llena de una tristeza resignada, pero también de una ternura profunda.

—El destino puede ser cruel a veces —dijo Joaquín, y por un momento pensó que no había forma de entender lo que estaba sucediendo.

—Pero nos dio la felicidad en medio de este infierno llamado Tierra —respondió Mayra, mirando a su esposo con una sonrisa ligera, aunque teñida de melancolía.

Joaquín se quedó en silencio por un momento. Tal vez tenía razón. Tal vez, después de todo, su razón para seguir luchando siempre fue ella.

—Fui feliz contigo desde que nos conocimos —dijo Mayra, con una mirada tan intensa que Joaquín sintió que el tiempo se detenía. —Por eso decidí quedarme a tu lado y no irme con ese idiota que me buscaba tanto.

Joaquín sonrió, incapaz de evitarlo. Era increíble lo fácil que le resultaba sentirse mejor solo con sus palabras.

—Te amo, Joaquín. Eres lo mejor que me ha pasado —le dijo, y a pesar de que sus palabras sonaron como un susurro, Joaquín las sintió como una verdad eterna.

Y aunque su alma lloraba en silencio, Joaquín no podía evitar sentir que, de alguna manera, las cosas no estaban tan mal. Su tristeza era profunda, sí, pero sabía que, de alguna forma, Mayra también se sentía bien. Y eso le daba una sensación extraña de paz.

—Yo también te amo, Mayra. Nunca pude, ni podré imaginar un mundo sin ti —dijo él, y aunque sus palabras sonaron simples, el peso de la verdad que encerraban fue suficiente para calmar un poco su angustia.

Mayra le sonrió y lo besó sin importar lo que sucediera, pero el sonido de la risa de Gustavo interrumpió ese momento. Una risa pura, alegre, que hizo que Joaquín se sintiera aún más completo, como si todo tuviera sentido, a pesar de todo.

—¿Podemos abrazarnos hasta que llegue el fin? —preguntó Mayra, su voz suave, pero con un tono que reflejaba la aceptación de lo inevitable.

Joaquín la miró y asintió. Sin embargo, al ver ese brillo en sus ojos, algo dentro de él se despertó. Recordó algo que podría ser la solución a uno de sus problemas. Se levantó de la cama sin previo aviso, llamando la atención de Mayra.

—¿Todo bien? —preguntó ella, con preocupación en la voz.

—Solo dame un momento —respondió él, con la determinación renovada en sus ojos.

Fue a la sala y buscó el tanque de oxígeno que le habían dado al despedirse. Tomó la mascarilla y todo lo necesario para utilizarlo. Luego, cogió el lapicero y el papel que Mayra le había regalado, y regresó al cuarto. Mayra lo observó, con una sonrisa que ya no reflejaba esperanza, pero sí una resignación tranquila.

—¿Por dos horas más juntos en las que puedas demostrarme todos tus dotes artísticos? —dijo, levantando la mano como si brindara con él.

Joaquín sonrió, sabiendo que las cosas no serían tan sencillas. Pero no importaba. Lo que importaba era que aún tenían algo que compartir.

—Este tanque tiene una duración de seis horas en adultos y de cuatro horas en infantes, ¿no? —preguntó él, con un leve tono de duda.

—Eso dicen las indicaciones —respondió Mayra.

—Y, una vez corten el aire, revisarán la casa en un plazo de dos a tres horas, ¿verdad? —dijo Joaquín, ya entendiendo que su plan comenzaba a tomar forma.

Mayra lo miró y, al comprender de inmediato, se levantó de la cama y lo abrazó.

—Espero que funcione —dijo, con una esperanza que aún se mantenía intacta a pesar de la gravedad del momento.

—Funcionará —respondió él, con convicción.

Tomó una hoja de papel, el lapicero y respiró profundo. Cerró los ojos con fuerza, y, cuando los abrió, escribió:

"El niño se llama Gustavo. Por favor, ayúdalo. Joaquín y Mayra."

Contuvo la respiración, sabiendo que aceptar su muerte no significaba que hubiera dejado de temerla. Mayra lo miró y asintió con la cabeza. En silencio, ambos sabían lo que estaba en juego.

—Faltan menos de cinco minutos —dijo ella, con la misma tranquilidad que siempre.

Joaquín la miró, triste, pero también con coraje. Los dos sabían lo que venía. Colocaron la mascarilla a Gustavo, pero aún no dejaron que el oxígeno corriera.

—Muy bien, pequeño, este es el aire más puro que vas a respirar hasta ahora —le dijo Joaquín, sonriendo con una ternura profunda. —Tienes suerte, porque nosotros no hemos respirado más del cincuenta por ciento limpio.

Mayra se rió, y él también, como si, en medio de la oscuridad, aún pudieran encontrar algo de luz. A pesar de todo, Joaquín sentía que había dado todo lo que podía, y eso lo hacía sentirse un poco mejor.

Bajo la máscara de oxígeno, él besó la frente de su hijo, quien lo miró con esa inocencia que solo un niño puede tener. Mayra hizo lo mismo, luego lo abrazó, y Joaquín, sintiendo una paz extraña, le dijo:

—Gracias por elegirme.

—Gracias a ti por no irte —respondió Mayra, abrazándolo con fuerza.

—Jamás lo haría —dijo él, y sonrió por última vez, cerrando los ojos.

Tomó a Mayra de la cintura con una mano, y con la otra, la mano izquierda de ella. Suspiró profundamente y comenzó a tararear lo primero que le vino a la cabeza.

—¿Qué haces? —preguntó Mayra, divertida a pesar de la tristeza.

—Canto un vals para bailar contigo. ¿Me concedes esta pieza?

—No creo que así sean los vals —respondió Mayra, con una sonrisa.

—Entonces será nuestro vals.

—Si es así… entonces adoro esta canción.

Y, juntos, comenzaron a dar vueltas por la habitación, mareados por los giros, pero tal vez no solo por ellos. Sin soltarse el uno al otro, se acercaron a Gustavo, activaron el tanque de oxígeno, y se aseguraron de que estuviera funcionando. Joaquín acarició los pocos cabellos de su hijo y sonrió. Mayra y él se abrazaron, mientras un vacío extraño le llenaba el pecho.

Él la besó, y ya no tarareó más. No sintió fuerzas para mantenerse de pie. Cayó al suelo, y Mayra también lo hizo. Se miraron a los ojos y sonrieron, sin saber exactamente por qué. Ella movió los labios, pero no emitió sonido alguno. A pesar de eso, Joaquín supo lo que le decía. Y él intentó decirle lo mismo.

Ella sonrió, casi imperceptible, mientras él cerraba los ojos por última vez. No sintió el suelo bajo sus pies, pero sabía que Mayra todavía tomaba su mano. Tal vez estaban volando, en el aire que ya no tenían. Y en ese momento, Joaquín entendió que, aunque todo hubiera llegado a su fin, vivir valió la pena. Porque vivió todo el tiempo con ella.


domingo, 4 de mayo de 2025

Y Tú...¿Tocas el Laúd? (Algunos Hombres Buenos)


Su hermana y ella siempre habían tenido enfoques muy distintos del amor. A pesar de haber recibido una educación bastante neutral, a ella le parecía natural encarnar el papel de romántica empedernida. En cambio, Sofia, que desde pequeña había sentido la necesidad de diferenciarse de su hermana mayor, adoptó con convicción el rol de escéptica sentimental.

Su madre, una mujer práctica como pocas, de esas que no se dejaban llevar por fantasías, hacía una excepción muy particular: las telenovelas. Las disfrutaba con devoción. Cada tarde, al volver del colegio, las dos hermanas se sentaban con platos llenos de bocadillos de mermelada, zanahorias baby y la televisión encendida. Su madre mantenía un ojo en la heroína de melena larga que se lanzaba a los brazos de su amante musculoso, y el otro en Sofia, que intentaba escabullir las zanahorias hacia el hocico ansioso del perro.

Ella, fascinada, absorbía aquellas tramas exageradas como si fueran el evangelio del amor. Las discusiones conducían a besos apasionados, el drama era sinónimo de pasión verdadera, y las adversidades solo reafirmaban que un amor merecía la pena.

Una tarde, como tantas otras, la protagonista de cabello oscuro fue sorprendida en un picnic romántico por el galán rubio. Él estaba furioso, habían pasado ya varios episodios y aún ella no veía lo obvio: estaban hechos el uno para el otro. Aun cuando él le declaraba su amor entre flores silvestres, ella se alejaba, llevándose una mano a la frente, debatiéndose entre sus emociones.

—Uf, mamá, ¿por qué Seraphina no está enamorada de Richardo? —protestó, haciendo agujeros con un dedo en el pan de su bocadillo.

Su madre le lanzó una mirada divertida.

—Bueno, quizá él aún no haya demostrado que lo merece.

—Está haciendo el ridículo —comentó Sofia, empujando las zanahorias en el plato sin mirar, claramente incapaz de apreciar la perfección de Richardo.

—¡No lo está! —replicó ella, mirando la pantalla donde el brillante Richardo ofrecía flores silvestres a la tímida Seraphina. Esta se escondía tras sus manos, abatida.

—Richardo, estas son solo palabras dulces. No me has mostrado tu corazón. ¿Cómo voy a confiar en ti después de todo lo que ha pasado?

—¡Te amo más que a la vida misma! ¡Y si no puedo convencerte con palabras, tal vez lo logre con mi canción!

Con una floritura exagerada, Richardo sacaba una especie de guitarra y comenzaba a rasguear una balada dramática, tan exagerada como él mismo. Sofia frunció el ceño ante el sonido extraño del instrumento.

—¿Qué es eso que está tocando, mamá?

Su madre echó un vistazo a la tele y soltó una carcajada.

—Es un laúd. Lo usaban los poetas y románticos para declararse hace siglos.

—¿Una flauta? —preguntó ella, fascinada.

—No, no, un laúd —repitió su madre con paciencia.

—Oooh —dijo Sofia, mostrando por fin algo de interés por la escena.

Richardo terminó su balada, y finalmente Seraphina se acercó a él, conmovida.

—El laúd hace que no sea aburrido —concluyó Clara.

Su madre, riendo, añadió un par de zanahorias más en su plato.

Cuando ella tenía diez años y Clara era un pequeño torbellino de voluntad a sus seis, les pidieron que fueran las niñas de las flores en la boda de su prima Lucía. Las vistieron con recatados vestidos de gasa y les entregaron cestas llenas de pétalos. Pasó con cuidado la mano por aquellas pequeñas muestras aterciopeladas que pronto esparciría en el pasillo del amor por el que Lucía caminaría.

Les permitieron sentarse con Lucía y sus damas de honor mientras se preparaban en el tocador de tonos dorados. Lucía era una visión de encaje, perfume y laca para el pelo, y sus amigas revoloteaban a su alrededor como flores de bígaro, secándose las lágrimas mientras exclamaban lo afortunado que era Álex. Lucía sonreía y miraba hacia el techo, intentando evitar que las lágrimas arruinaran su maquillaje digno de una portada de revista.

La niña la miraba con asombro. Parecía una princesa. Sofia, sentada a su lado, golpeaba los talones contra el sillón orejero con gesto serio.

—¿Prima Lucía? —se atrevió a decir, elevando la voz.

—¿Sí, cariño? —respondió Lucía, comprobando su reflejo en el espejo y acomodando unos mechones sueltos—.

—¿Cómo supiste que Álex era tu marido?

Estaba sedienta de respuestas reales, deseando saber cómo sería cuando ella creciera y encontrara a su único amor verdadero.

Lucía sonrió con dulzura.

—Bueno, todavía no es mi marido...

—¿Pero lo será cuando digas “sí”? —insistió.

—Sí, eso es. —Lucía giró sobre el taburete, envuelta en un susurro de telas—. Lo supe porque Álex es inteligente, tiene éxito... y nos lo pasamos muy bien juntos.

Una de las damas de honor soltó una risita.

—Y además no está nada mal.

Por el rabillo del ojo, vio cómo Clara arrugaba la nariz.

—Pero prima Lucía... ¿toca el laúd?


Con el paso de los años, “la pregunta del laúd” se convirtió en una especie de medida mágica para determinar la validez de un posible amor. Durante la adolescencia, ella pasaba por enamoramientos como quien cambia de pañuelo, mientras Sofia no se inmutaba ante ningún chico que osara hablarle. Al menos una vez por semana, suspiraba y se desplomaba sobre la mesa de la cocina, lamentándose por el último idiota que no había sido capaz de ver que estaban destinados a estar juntos.

Primero fue Álex, no, espera... era Billy. Pero olvídate de Billy, sin duda fue Tom, su gran amor, épico y arrollador. “Es tan guapo, y artístico”, decía. Se deshacía en suspiros... hasta que Clara alzaba una ceja y murmuraba:

—¿Pero toca el laúd?

Por supuesto que no lo hacía. Ninguno lo hacía.

—Bueno... toca la guitarra —respondía a la defensiva.

—Bah, cualquier tonto toca la guitarra —solía replicar Clara, zanjando el asunto.

El laúd se volvió algo más que un instrumento imaginario: representaba una prueba sutil pero definitiva. ¿Era especial?


Ya en la veintena, se mudó a Castellón. El mundo de las citas se convirtió en un océano lleno de opciones románticas. Y ella, eterna enamorada, pasaba por alto defectos evidentes solo porque aquellos hombres de ciudad le parecían exóticos en comparación con los chicos sencillos del pueblo.

Cada nueva relación parecía prometedora... hasta que llegaba la inevitable llamada semanal con Clara.

—He empezado a ver a alguien —decía tímidamente, buscando las palabras adecuadas para convencerla de que esta vez era diferente.

Clara, que estaba por terminar la universidad, no había tenido novios ni citas conocidas. Era su hermana mayor quien guiaba siempre las conversaciones hacia el tema del amor. Para ella, el romance era vital; para Clara, apenas un tema tolerable.

—¿Ah, sí? —respondía sin emoción.

—Sí, se llama David, es ingeniero, deportista... me hace reír muchísimo.

—¿Pero toca el laúd?

—Bueno, no lo sé... llevamos solo un par de citas.

—Entonces no toca el laúd.

Maldita sea.

—Podría hacerlo...

—Ajá. Bueno, no suena muy especial, así que mantén los pies en la tierra.

Y ese sonido mental de "whamp whamp" retumbaba en su cabeza.

Clara, ajena al melodrama romántico, condensaba sus estándares elevados en una sola pregunta. Bastaba esa frase para que su hermana admitiera que, tal vez, podría aspirar a algo mejor. Clara no se entregaba hasta estar segura de que el hombre valía la pena. Sofia no lo entendía cómo podía encontrar el Amor Verdadero sin arriesgarse. Así que insistía, dando oportunidades a hombres que, más allá de palabras bonitas y gestos exagerados, no ofrecían mucho más.

Todo empezaba como en los cuentos, con promesas dulces y detalles encantadores. Pero pronto aparecían las mentiras, los temperamentos agresivos, los motivos egoístas. El laúd... brillaba por su ausencia. Solo sabían jugar.


Entró en la treintena con una estela de desilusiones a sus espaldas. Mientras amigos y familiares encontraban pareja, ella miraba el amor con escepticismo. Las primeras citas se tornaban rutinarias, con la decepción como final esperado.

Clara lo notó.

—¿No te hace ilusión esta cita? —preguntó por teléfono, al verla prepararse sin entusiasmo para un encuentro a ciegas que una compañera de trabajo le había organizado.

—Tiene un buen trabajo, es atlético, muy culto... y está en proceso de comprar una casa —le había dicho su compañera, con tanto entusiasmo que casi parecía que ella misma quería salir con él.

Mientras recitaba aquella lista de virtudes con sospechoso fervor, la voz de Clara retumbaba en su mente:

¿Pero toca el laúd?

Sabía que no. Y aún así, fue a la cita.

El hombre hablaba solo de sí mismo, se atragantó con una montaña de linguini con marisco, se provocó un eructo ácido... y luego intentó besarla con un aliento pestilente a pescado. Se excusó con cortesía y no volvió a llamarlo.

Había dejado de preocuparse por las citas, lamentándose de que su temprana educación sobre el amor estuviera basada en las voces agudas de los estándares de telenovela. Ahora estaba firmemente coronada por la decepción y le quedaba poca energía para perseguir lo que le parecía, cada vez más, una fantasía.

Cuando Clara anunció, una Navidad, que estaba comprometida, las últimas migajas quebradizas del corazón de Sofía se desmoronaron en un doloroso colapso de esperanza. Se sintió conmocionada por lo horrible que era sentirse así respecto a su hermana. Amargada, enfadada, porque Clara había encontrado lo que ella anhelaba con desesperación… sin siquiera buscarlo. Aun así, sonrió y expresó su alegría por ella y su prometido, Lucas, a quien había conocido a través de amigos en común. La abrazó, pese al lamento que le retumbaba en el pecho, y preguntó con fingida ligereza:

—¿Y entonces, toca el laúd?

Clara puso los ojos en blanco y soltó una carcajada.

—Creo que es la primera vez que me haces esa pregunta.

—Bueno, es que es la primera vez que me entero de que estabas saliendo con alguien. Y mucho menos… comprometida —respondió Sofía. La intención era bromear, pero el filo en su voz no pasó desapercibido.

—No ha habido nadie que mereciera la pena mencionar hasta ahora —dijo Clara, inmune a la acusación. Siempre tan maravillosamente ajena a la opinión o al juicio injusto de cualquiera.

—Lucas es diferente —añadió, y algo se suavizó en su mirada al pronunciar su nombre.

Sofía nunca había visto en ella tanta ternura. Una calma que solo podía significar amor. Su corazón se rompió un poco más al recordar lo que era sentir eso. Le apretó la mano.

—Estoy muy feliz por vosotros, Clara.

En los meses previos a la boda, Sofía intentó desesperadamente convencerse de que de verdad estaba feliz. Conocieron a Lucas y, para su sorpresa, la familia entera lo adoró. Parecía entender a Clara mejor que cualquiera. Sofía vio cómo su fiera hermana se relajaba visiblemente en su presencia, cómo bajaba la guardia. Lucas la miraba como si fuera un sueño cumplido. La trataba con una delicadeza insólita: llenaba su copa sin que se lo pidiera, le besaba la cabeza mientras veían la televisión, asumía los engorrosos detalles administrativos de la boda y la contenía con cariño cuando se ponía demasiado crítica con las damas de honor, entre las que Sofía, por supuesto, se contaba.

Se reía con libertad. Sabía exactamente quién era. Igual que Clara.

Sofía los envidiaba. No podría haber diseñado un hombre mejor para su hermana ni escribiéndolo. Catalina tenía razón: él era diferente. Hacía mucho más que tocar el laúd.

Llegó el día de la boda. Clara era una visión luminosa, serena y práctica, como su madre aquel día. No quiso lujos ni florituras: su objetivo era casarse, no organizar un espectáculo. Al caminar por el pasillo, los ojos de Lucas brillaban de amor y ambos se sonrieron como críos felices durante toda la ceremonia.

Sofía, con su vestido de dama de honor verde esmeralda —que su hermana le había dejado escoger porque, según Catalina, “no necesito que sufras en un vestido horrible de gasa para que este sea mi día”—, sintió cómo las lágrimas asomaban a sus ojos. Su madre le devolvió la mirada desde el público y creyó que eran lágrimas de alegría por la felicidad de su hermana. Pero la verdad era otra. El aguijón de nunca haber vivido nada similar, de no haber sentido nunca esa plenitud, amenazaba con desbordarla.

Intercambiaron los anillos y Lucas alzó un puño de victoria en el aire mientras el público estallaba en vítores y pétalos volaban sobre los recién casados.

La recepción fue ruidosa, alegre, llena de invitados rotando entre el bar y la pista de baile. Sofía no se atrevió a unirse. Se limitó a beber champán, odiándose un poco por la autocompasión que hervía en su pecho. Observó a su hermana brillar mientras giraba en los brazos de su esposo, y pensó en todos los desastres humeantes de su accidentado historial romántico.

Con una claridad triste, entendió que ninguno había sido como Lucas. Sus antiguos amores eran hombres dramáticos, arrogantes, llenos de palabras grandilocuentes y vacíos de acciones. En las telenovelas, eran esos discursos heroicos los que conquistaban a la protagonista. Pero allí, frente a ella, Lucas había conquistado a Clara con gestos sinceros, constantes, amorosos. Lo había hecho todo mal, pensó. Y dio otro sorbo al champán, intentando acallar ese pensamiento desagradable.

Entonces la vio. Clara hablaba con un hombre junto a la barra. Sofía gimió para sus adentros al verla dirigirse hacia ella, arrastrando al desconocido tras de sí. No tenía energía ni ganas para socializar, y menos con un intento de cita. No hoy. No el día en que su hermana se casaba.

—Sofía, este es Jonás. Trabaja con Lucas —dijo Clara, al llegar a la mesa—. Jonás, esta es mi hermana mayor, Sofía. Parece que necesita compañía. Mantenla alejada del champán.

Sofía alzó una ceja con incredulidad.

—Vosotros dos os vais a llevar bien —añadió Clara con naturalidad, antes de desaparecer de nuevo hacia la pista de baile, donde la esperaba Lucas.

Jonás se acercó con cautela. Sofía lo estudió. Delgado, con un rostro bello parcialmente oculto tras una barba dorada, bien vestido con su traje de boda. Irritada con su hermana, se dio cuenta de que estaba siendo grosera.

—Encantada de conocerte, Jonás. ¿Te gustaría sentarte? —dijo, señalando la silla vacía.

—Me encantaría. Pero dame un segundo.

Se retiró hacia la barra, y Sofía lo miró desconcertada. ¿La estaba ignorando? ¿Era algún tipo de táctica? Regresó con cuatro copas de champán, puso dos delante de ella y se sentó, bebiéndose una de un trago.

—No sé tú, pero yo nunca he sido de los que hacen lo que le dice su cuñado —dijo con una sonrisa traviesa.

Sofía soltó una carcajada hueca. Al menos el comienzo era más interesante que otros. Pero claro, el inicio nunca había sido el problema. Decidió terminar con eso antes de que siquiera comenzara.

—Así que, Jonás… —tomó un gran sorbo y sonrió con dulzura—, ¿tocas el laúd?

Los ojos de Jonás se abrieron por un segundo. Eran de un hermoso tono azul bígaro. Miró sus zapatos relucientes, se rio suavemente y se frotó la nuca antes de responder:

—Pues… es muy curioso que preguntes eso. La verdad es que sí. Sí lo toco.