martes, 16 de diciembre de 2025

LA MAGIA DE LA NAVIDAD.


Valentina no podía contener tanta felicidad. En su mente, creaba miles de escenas llenas de alegría, y en todas ellas estaba presente la hermosa niña de rizos cobrizos.

Aunque aquella Navidad estaba rodeada de sus padres y hermanas, toda su atención estaba puesta en Analía, como la llamaba cuando la tenía entre sus brazos. Sin embargo, con el paso de los días, recibió la visita que más temía.

Dos trabajadores sociales, acompañados por un agente de policía, la interrogaron extensamente para comprobar que su versión coincidía con la de los médicos. Aunque el personal del hospital había sido testigo del cariño y respeto con el que trataba a la pequeña, le explicaron que no podían dejarla bajo su cuidado sin antes iniciar un proceso de adopción. Un proceso largo y complicado, más aún por su condición médica.

Fue entonces cuando Valentina se miró en el espejo y recordó que ya no usaba sombrero. Su calvicie era un claro reflejo de las secuelas de la quimioterapia.

—Estoy bien ahora. Puedo mostrarles mi informe médico —dijo con una voz débil.

—Sí, pero siempre existe una alta probabilidad de que la enfermedad regrese —comentó uno de los trabajadores, sin medir el impacto de sus palabras.

—Cuando encontró a la niña, le ofreció amor, cuidado y un hogar seguro —intervino otra trabajadora—. Eso juega a su favor, tanto para usted como para su esposo. La pequeña será enviada a un centro por el momento.

Le entregaron una tarjeta con una dirección y un número telefónico. Antes de poder asimilarlo, Analía fue llevada.

Valentina, decidida, llamó al orfanato y explicó que deseaba adoptar a la niña. La secretaria le dio una cita para el día siguiente. Alegó que el proceso allí era más ágil, pues solo atendían a menores entre cero y dos años.

Al amanecer, Valentina y su esposo Derek acudieron al centro con todos los documentos requeridos. Aunque fueron recibidos con cordialidad, Derek notó cierto escepticismo en las miradas del personal. Su esposa llevaba dos años luchando contra el cáncer de mama, y aquello, lo intuía, influía en su percepción.

Aun así, aceptaron todas las condiciones impuestas. Con los meses, les concedieron permisos de visita cada vez más amplios: primero en el centro, luego en el parque, después en su casa, siempre bajo la supervisión de un trabajador social.

Sin embargo, en noviembre, el director del centro canceló varias visitas sin previo aviso. Valentina acudió a la institución, pero no hizo falta entrar: desde su coche, vio a Analía durmiendo en brazos de otra familia.

Sufrió un colapso emocional. Sus esperanzas se desmoronaron. Había aprendido a convivir con el miedo, a cuidarse, a ilusionarse nuevamente, pero el mundo volvía a desmoronarse sin previo aviso.

Sentía que, como un año atrás, el glorioso sentimiento de la maternidad se le escapaba de las manos. Las visitas cesaron por completo y, aunque exigieron respuestas, no obtuvieron ninguna. Para entonces, Valentina ya sufría mareos y náuseas, pero guardaba silencio, temerosa de que el cáncer hubiera regresado. Derek, por su parte, se mostraba distante, extraño.

—¿En qué piensas, hija mía? —le preguntó su madre durante la cena.

—En nada, mamá —respondió con una sonrisa forzada—. Tal vez me vaya a Italia unas semanas el próximo año. Me gustaría cambiar de aires.

—Nada nos hace más felices que tenerte aquí, pero no tomes decisiones apresuradas. Tal vez a principios de año prefieras ir a una isla del Caribe, y así luego celebramos Navidad y Año Nuevo juntos, ¿sí?

La madre sabía que algo iba mal. Su hija volvía a sufrir.

—Ya veremos —respondió Valentina, sacando la bandeja de galletas del horno.

El día transcurrió con normalidad. Cena, tartas, chocolates, regalos. Valentina llevaba un suéter rojo navideño, vaqueros ajustados y sus sandalias favoritas. Mantuvo su cabello corto y se aplicó un poco de bálsamo labial. Se había preparado con esmero, pero Derek no apareció ni respondió a sus llamadas. Finalmente, por insistencia de su madre, dio inicio a la cena.

Todos reían, compartían anécdotas. Valentina revisaba su teléfono constantemente. La ansiedad crecía junto con los mareos. Quiso abrir los regalos para dar por finalizada la noche. Solo quería dormir, desaparecer bajo las sábanas.

Entonces, Derek entró por la puerta trasera, besó a su esposa y le entregó un delicado sobre envuelto con cinta dorada. Aunque tenía muchas preguntas, Valentina lo abrió delante de todos.

Sus ojos se llenaron de lágrimas al ver el documento: ella era oficialmente la madre adoptiva de Analía.

—Derek... —susurró, temblando.

Su esposo se apartó y dio paso a una pequeña de rizos rojos y ojos azules.

—¡Mamá! —gritó Analía, corriendo hacia ella con los brazos abiertos.

Valentina se arrodilló para abrazar a su rayo de sol. Lloraba de felicidad, una y otra vez decía: “Gracias a Dios”.

De pronto, sintió un mareo fuerte, casi perdió el conocimiento. Derek la sostuvo, la subió al coche y la llevó al hospital.

Tras media hora en la sala de espera, un médico se acercó a él.

—Señor Jones, realizamos algunos exámenes. Sus síntomas son normales para su condición. Felicidades: van a ser padres.

Valentina dormía plácidamente con Analía en brazos. Derek, con lágrimas en los ojos, murmuraba:

—Dios mío… gracias. Me diste el mejor regalo de Navidad: mis dos hijas.


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martes, 9 de diciembre de 2025

El Mejor Regalo


La Navidad se acercaba. Para la mayoría, era una época de amor, sorpresas y momentos en familia. Pero para Jim, solo significaba una cosa: regalos.

Desde que tenía memoria, Jim esperaba con ansias esa noche mágica en la que Santa Claus le traía absolutamente todo lo que pedía. En su mundo, Navidad era sinónimo de recibir. “¡Todo lo que quieras puede ser tuyo esa noche!” decía con orgullo.

El único que no parecía disfrutarla tanto era Tim, su vecino. Tim vivía con lo justo, y aunque Jim lo invitaba siempre a sus fiestas, lo hacía solo para presumirle montañas de regalos, pasteles y juguetes. Tim asistía en silencio, viendo cómo el rostro de Jim se iluminaba y el suyo se apagaba poco a poco.

Pero esa Navidad sería diferente. Tim tenía un plan: esperar despierto a Santa Claus. Necesitaba respuestas.
Cada año, Jim recibía una lluvia de regalos. Él, en cambio, apenas una o dos cositas modestas. ¿Por qué? ¿Por qué alguien tan egoísta como Jim era recompensado, mientras él, que intentaba portarse bien, recibía tan poco?
“¿Será que Santa también es un clasista más, como todos los demás?”, pensó con rabia.
La Navidad se supone que es una época de amor, de justicia, ¿no?

Tim veía a sus padres trabajar sin descanso para poner comida en la mesa, mientras los padres de Jim vivían viajando por el mundo, mandándole regalos caros desde los lugares más lejanos. Él se entretenía construyendo juguetes con ramas y piedras. Jim, con drones, consolas y bicicletas nuevas.

Esa noche, la mamá de Tim había hecho un esfuerzo enorme: gastó todos sus ahorros para cocinar un buen caldo de pollo. Era su manera de celebrar.
Jim, por su parte, se paseaba por el vecindario contando que sus sirvientes le prepararían un pavo entero solo para él.

Desde la mirada de un niño que siempre ha vivido en la escasez, aquello no era justo. ¿Acaso él era el envidioso? ¿Sería por eso que Santa no lo quería? ¿Tal vez sí era un niño malo, como tanto temía?

El pensamiento le dolió. No quería ser como Jim. Quería ser diferente. Quería ser bueno.
Tim se echó a llorar, abrumado por la tristeza. Pero al secarse las lágrimas, recordó su plan. Solo Santa podía decirle la verdad.

La noche cayó, y Tim logró mantenerse despierto. En la madrugada, oyó ruidos en la sala. Se levantó corriendo y lo vio: Santa Claus, dejando un pequeño camioncito de madera.

—¿Por qué siempre me dejas esto? —preguntó con la voz quebrada—. ¿Por qué a Jim le das todo y a mí casi nada?

Santa lo miró con sorpresa.

—No entiendo a qué te refieres.

—¡Mira este regalo! ¡Seguro a Jim le vas a dar cosas mil veces mejores!

Santa abrió su saco, y Tim alcanzó a ver juguetes enormes, brillantes, carísimos.

—¿Lo ves? ¡No es justo! ¡Solo quieres a los niños ricos!

Santa asintió, en silencio.

—Ahora entiendo por qué lo piensas. Sí, a veces les dejo juguetes caros a los niños como Jim... pero eso no significa que ellos reciban lo mejor.

—¿Entonces por qué lo haces?

—Porque los niños buenos como tú, Tim, ya tienen algo que vale mucho más. Algo que Jim desearía con todo su corazón, pero no puede tener.

—No entiendo… él tiene todo.

—No. Él tiene cosas. Tú tienes algo que no se compra: el amor de tu familia. Tus padres darían lo que fuera por ti. Ese es mi regalo para ti, cada Navidad. En cambio, Jim pasa estas fechas con sirvientes. Sus padres casi nunca están. No puedo cambiar eso, así que lo único que puedo hacer es llenar su casa de juguetes, para que al menos no esté tan solo.

Tim se quedó en silencio. Por primera vez, entendió que los regalos más valiosos no siempre vienen envueltos en papel de colores.

Santa sonrió y le acarició la cabeza.

—Tú ya tienes lo mejor, Tim. No dejes que eso se te olvide.

Y con un guiño, desapareció por la chimenea.


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